El hombre que se volvía gris y nadie lo notaba

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Este no es un cuento de aventuras. No trata del día aciago en que un hombre descubre un bordecillo gris, a un costado del meñique izquierdo; no cuenta el horror de la invasión silenciosa, el recurso al guante de cuero que oculta, el pelo que se deja crecer. Es más bien una historia de confort y conveniencias. Porque a este hombre del que escribo le iba de lo mejor, tenía un carro resplandeciente, se tomaba una copita de vino tinto con la cena y luego un escocés para matar la tensión del día. Visitaba de cuando en cuando a sus parientes políticos –no mentiré diciendo que lo disfrutaba-, y también los recibía en casa.
Ya casado y esperando el primer hijo –tuvo en total tres-, arrellanado en la poltrona de cuero uruguayo, con el trago en la mesita a la derecha y el brazo izquierdo colgando distraído, su piel (aclaro: toda la piel, incluso la parte de adentro de los párpados y la que cubren las uñas) adquirió por un instante un remoto color gris plomo. Alguien inclinado a las creencias ultraterrenas diría que se trataba de un resplandor místico, como el de las estampas de Krishna y Shiva; pero no, el tono era mate, como el del panqué que usan las mujeres de base para el maquillaje.
Como era de esperarse, el hombre no notó el cambio; tan leve y pasajero fue. Pero a partir de entonces, cuando sonreía al encender el aparato de televisión, cuando tintineaban las llaves del apartamento de soltero en el bolsillo, cuando la luz del atardecer se filtraba por las cortinas verticales, incidía en el cuadro abstracto y resbalaba sobre la piedra roja del anillo, cuando se quitaba los zapatos de suela, cuando emitía esa risita que sonaba “ju-ju-ju” ante un chiste del suegro o del cuñado y no esa risa vieja y ya casi ajena que enseñaba las muelas, entonces su piel adquiría de nuevo aquel tono gris que da título a este cuento.
Luego hubo un período de intermitencia y más tarde uno de un cambio casi permanente que -de nuevo- nadie notaba. A veces, viendo la habitual revista de papel glaseado, el tono se acentuaba y cobraba un reflejo azul tornasol. En cambio, durante una fiesta familiar (su mujer empujaba el cochecito del segundo hijo), mirando las fotos del viaje de sus suegros al extranjero, la piel se le puso de un gris pardo, que si no hubiera sido gris habría sido del color de un gato siamés.
Pero el tono más cercano al plomo verdadero -y que si alguien lo hubiera notado habría sentido alarma y tal vez consternación, pero no hubo cómo-, es el que adquirió la piel del hombre cuando, postrado en la habitación de la clínica, tuvo el segundo paro respiratorio. Levantó los brazos un poco, para llamar al nieto, pero no le salió ninguna palabra. No sé si ese silencio se debió a que por primera vez notara el cambio; poniéndome en su lugar, no me cuesta imaginarme en ese momento, fijándome con estupor en algo tan frívolo como el color de las manos. El caso es que se quedó tieso con los brazos en alto.

Un último pormenor: tendido el hombre en la cama de acero inoxidable, el médico forense, llegando con el pote de maquillaje, lo miró y le dijo al ayudante: “¿no has notado que los muertos tienen un color como grisáceo?”. “A veces”, respondió el otro.

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