El hombre que deseaba a la mujer del vecino

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Un hombre estaba a punto de enloquecer de deseo por la mujer del vecino del piso tres. Parca y esquiva cuando estaba sola, ronroneaba dócil al pasar por la vereda junto al marido, mirándolo arrobada. Algunas mañanas se sentaba junto a él en el jardín del edificio; el hombre espiaba desde la ventana de la cocina, y padecía largamente cada vez que la oía reír, o la veía tenderse en la hierba, mientras el marido leía o miraba ausente el agua que salía del aspersor, para regar el rosal, las margaritas y el arbusto de campanilla que crecía en un extremo del solar. Todo indicaba, pues, que sería imposible conseguir algo de ella, y esto inflamaba en el hombre un deseo que lo anulaba, lo acorralaba, lo enceguecía, lo aturdía y le ardía en la piel y en el aire como un enjambre de abejas meleras.
Cada vez que oía pasos, se asomaba al huequito de la puerta. Instaló en el antepecho del balcón un periscopio horizontal plegadizo de fabricación propia. Sobornó al jefe de la sección ministerial donde trabajaba el otro, para mandarlo lejos por unos días. Dañó la cerradura de la puerta de la vecina el día de hacer mercado, y luego salió al pasillo simulando un azar feliz y se ofreció para buscar al cerrajero. Como habrá previsto el lector, copió las llaves.
Ingresó en el apartamento a medianoche. Llevaba un pañuelo y cloroformo. Iba descalzo, vestidos los pies con gruesas medias de algodón que apagaban el sonido de sus pisadas. Se asomó con cautela a una habitación tras otra. La primera era un gimnasio. La segunda, una biblioteca con sofá-cama para los visitantes. La tercera estaba vacía. La última tendría que ser la de su tormento.
Entreabrió la puerta. Temió por un instante que ella durmiera con los ojos abiertos, y tener que quedarse allí de pie, sin saber si lo veía, escuchando el hondo sonido de su corazón delator. Por suerte no se trataba en este caso de una casa vieja, sino de un apartamento relumbrante durante el día, con puertas nuevas y bisagras bien aceitadas. Entró. Miró la cama; estaba vacía. No comprendió. Decidió esperar.
Media hora más tarde oyó abrirse la puerta exterior. Aguzó el oído. Oyó pasos que se dirigían hacia él. Se ocultó entre la puerta y el armario. Asió con fuerza el pañuelo empapado en cloroformo. La mujer se tendió en la cama. Tras ella entró el vecino del piso dos.

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