Hermann Mejia

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Buscando por aquí y por allá me topé con el trabajo de un pintor e ilustrador venezolano que vive en Nueva York. Se trata de Hermann Mejia. Su trabajo es sorprendente. Vean este retrato de Wilhelm Defoe y el video de cómo lo realizó.


Willem Dafoe Portrait from Hermann Mejia on Vimeo.



Qué tal esta estampa del Inca Valero. Reproduzco la reflexión del propio Mejia acerca de los motivos que tuvo para hacer el cuadro:


El 18 de abril el campeón de los pesos ligeros “El Inca” Valero asesina a su esposa en un hotel, suicidándose al día siguiente en la celda donde permanecía detenido.
La prensa habla del hecho; todo es tragedia al rededor del campeón quien en un segundo pasó de la gloria a la desgracia. El éxito repentino, las drogas, una placa en el cráneo, las fallas del sistema que dejó pasar por alto las repetidas muestras de violencia intrafamiliar del campeón, son parte de las causas atribuidas a la tragedia que arropó al púgil.
Se suicida El Inca, muere un ídolo, nace una leyenda, el pueblo lo llora y marcha en procesión a su entierro; cientos de personas rinden tributo a el héroe de Merida enterrado al lado de “su mujer”, el féretro se desborda en ofrendas. Su partida deja un gran vacío en el deporte nacional y empaña, bla, bla, bla...
¿Y su esposa? De ella tan solo una fotito, la misma fotito las pocas veces que se le ve en la prensa; allí, sonriente, de un ladito, con el campeón. Ella, una anónima que adorna una esquina de la foto, que condimenta la tragedia de él. Parece que se llamaba Jennifer, parece que a no muchos le importa.



Picture of the moon

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La historia es muy conocida. Dos reyes juegan al ajedrez mientras sus ejércitos combaten allá lejos en la explanada. Cada tanto llegan emisarios con partes de la batalla. De pronto se comprende que las incidencias en el campo siguen a las del tablero. Cae la tarde. Uno de los jugadores, acosado por el enemigo, derriba su rey – se da por vencido. En ese momento llega un jinete malherido y le anuncia: “tu ejército huye; perdiste el reino”.
Magnífica, aunque bien vista poco difiere del habitual cuento de aparecidos, con sus juegos de simetría – si el fragor distante de la batalla resuena en la recámara donde juegan, ¿por qué no ha de resonar el juego a su vez en el campo? El decorado que sitúa al lector de lleno en un mundo otro, de torres remotas y tableros de marfil y travertino, cumple el mismo rol que la alta noche en Florentino y El Diablo. La irrupción dramática del jinete que llega justo ahora anuncia la venida de lo otro, como lo hace el silbido de El Silbón. Narrar poco tiene que ver con la verdad o con el bien y mucho con el placer de pasear un rato por dominios ajenos, como cuando damos una vuelta a media noche por ahí, dejando que el carro ruede solo, a donde la calle lo lleve. Es un hedonismo, que más placer depara cuanto más convincente sea su engaño. Así funciona el cuento de los reyes: la mecánica de sus ardides – sincronía, simetría, exotismo- no son su ornamento, sino su andamiaje y su respiración. Despojado el cuento de su fasto y sus artimañas ¿tanto encantaría?
Esta pregunta me ronda hace días, desde que me propuse poner en el papel un episodio que me ocurrió hace tiempo, que me asombró y ni sé si asombre a quien lo lea, porque es un evento de lo más anodino que podría pasarle a cualquiera, pero que todavía me perturba porque aunque carece del condimento de lo exótico, la inusual coincidencia sobre la que se construye su historia fue para mi como una rendija que por un instante me dejó vislumbrar lo otro. Lo expongo a continuación y le doy por título “Picture of the moon”, no porque con un raro nombre me sea más fácil engatusar al lector, sino porque así se llama una canción que se me quedó pegada, como a cualquiera se le queda pegada una canción por días y días y el episodio que quiero contar es justamente lo que pasó entonces.
Picture of the moon
Ante todo debo declarar que yo no hablo inglés. Cuando opté a un postgrado me exigieron leer un texto de M. A. K. Halliday y responder algunas preguntas en español acerca del mismo, lo que hice satisfactoriamente; es lo que llaman un uso instrumental de la lengua extranjera. Pero hablar inglés en el sentido de lidiar con alguien en ese idioma o – lo que más quisiera- entender las canciones que me gustan no más oyéndolas, eso no puedo hacerlo. Me resulta molesto porque debo estar buscando la letra y apelar al diccionario, con todo lo que eso implica. Yo sé muy bien que una cosa es leer una letra y hasta traducirla y otra muy distinta es entender su sentido como lo entiende un hablante nativo. En esto hay casos de casos. Hello Goodbye, de The Beatles es muy fácil de entender, pero imposible de traducir, con su juego de aliteraciones que es como de palabras en caleidoscopio. En cambio una canción de Pearl Jam, Yellow Ledbetter, es indescifrable desde el título, no sé si por su dialecto o por su poética de delirio obsesivo que vuelve y vuelve sobre un asunto baladí: un paquete amarillo del que no se sabe si es un sobre o una caja.
Pues ocurrió que una tarde afortunada conseguí en internet y logré descargar una antología de los 100 mejores solos de guitarra (de rock, pero yo le habría sumado con gusto más de un valse venezolano). La colección es una maravilla: Comfortably Numb, Highway Star, que siempre oí en la versión del concierto en Japón y no sé si exista una de estudio, Paranoid Android de Radiohead –sobrecogedora, varias de Clapton y de Led Zeppelin (eché en falta Babe I’m Gonna Leave You, aunque a decir verdad su fuerte no es la guitarra, sino la voz). Están también Yellow Ledbetter, que ya nombré y Won’t get fooled again de The Who, que con franqueza no entiendo cómo la pueden considerar una canción conservadora si es la pura revuelta en el sentido que le daba Camus y hasta extrañamente una de Bon Jovi - que me parece un rolo de mediocre. La lista incluye además Blue Sky de Allman Brothers Band, que es todo lo dulce que puede ser una canción, dos o tres de B.B. King, You shook me all night long, de ACDC, que me recuerda a mi amigo y colega Pablo Ruiz porque la alternábamos con Héctor Lavoe a todo volumen cuando hacíamos maquetas en el tercer semestre de arquitectura, a media noche, y Sultans of Swing, de Dire Straits, que tenía el cupo seguro y yo hubiera puesto de primera, incluso por delante de Lucille y de Stairways to heaven.
Muchas de las piezas eran nuevas para mí, como Texas Flood, de Stevie Ray Vaughan, Floods, de Pantera, y Reeling in the years, de Steely Dan, todas de muy distinta apuesta estética, pero compuestas e interpretadas con virtuosismo y sobre todo animadas por el duende del que habla García Lorca. Entre esas se cuenta un blues que me encantó desde la primera oída y que comencé a escuchar de forma obsesiva. Se trata por supuesto de Picture of the Moon, de Gary Moore, pues como habrá imaginado el lector, todo este cuento de los 100 solos de guitarra, sólo podía estar aquí para anunciar el centro de todo el episodio: la puerta a lo otro, y aquí no hablo como el narrador que emplea los conocidos dispositivos del suspenso, sino como el lector atento que trata de entender esos dispositivos sin escamotearlos. El caso es que la canción se me pegó. La tarareaba todo el tiempo sin imaginar lo que decía la letra – aparte claro está de la frase Picture of the moon que cierra el estribillo.
Por esos días conocí a una mujer. Tenía como 24 años, rostro insignificante y conversación promedio. Su verdadero atractivo era que estaba ahí pendiente – y yo siempre he sido fácil. Por su charla supe que había tenido algún inconveniente con su novio o marido y el caso es que salí con ella y no sé qué pasó ni cómo pero ahí mismo nos acostamos y estuvo bien, aunque raro o tal vez por lo raro es que estuvo bien. Yo no sé si sentí que ella me usó o qué le había pasado por la cabeza; no sé ni siquiera si en realidad le pasó algo por la cabeza. Pero ya a la mañana siguiente con todo lo bueno o raro que había sido me despedí con la idea de que eso acabaría ahí, y no por desagrado sino porque cada episodio tiene su propia forma de ser y yo opté por aceptar que éste había sido así y ya.
Pero pasé el día como en un estado de ensoñación. Andaba como incómodo o no sé cuál es la palabra. Yo no estaba en mis cabales - lo que queda demostrado porque a la mañana siguiente desperté acostado junto a ella y ni recuerdo cómo fue que nos volvimos a encontrar ni qué hicimos todo ese tiempo. El único recuerdo que tengo es que ese día en casa puse la canción incontables veces y luego en la calle iba tarareándola o silbándola sin parar.
Así pasó una semana. Me la llevé para mi casa una vez. Otra noche fuimos a comer comida china con picante y se nos apareció una amiga de ella, enclenque como una vietnamita y que al final terminó durmiendo con nosotros en un hotel, no sé si en la misma cama.
Una noche habló conmigo. Me dijo lo que se dice en esos casos: todo fue muy bonito, eres especial, inteligente, guapo. Naturalmente yo le creí, pues sabía que era mejor que todo quedara así de bien. A fin de cuentas ella lo que había encontrado en mí era alguien con quien acostarse y conversar de cualquier cosa para no desgastarse pensando en el novio o marido y en la desavenencia que arrastraban.
Así que me levanto medio trasnochado esta vez sabiendo que ahora sí se había acabado. Tomo el primer metro, llego a casa, duermo un rato tirado en cama con la ropa puesta y al despertar, como a las once, ya estoy otra vez con la canción pegada, con esa tonada triste y melancólica que me perseguía por dentro, como una promesa incumplida. Yo no llegaba a estar así, o sí lo estaba, pero no sabría decir si estaba triste por la ruptura o por la canción. Y aquí sí llega lo extraño, lo que no me deja relegar al olvido a una mujer que nunca quise ni me gustó de verdad, y lo que por fin me sacó de la cabeza la canción al punto que ya no la oí de nuevo. Y digo que aquí es donde se abre la rendija de lo extraño, porque esa mañana al levantarme, todavía tarareando Picture of the moon, monté agua a hervir para un café, revolví en la nevera a ver qué comía, encendí la computadora, abrí la internet y busqué la letra. Y fue el estupor. Era mi propio jinete malherido que venía a mi presencia anunciando lo otro como cuando se falla un juicio. Era el estupor de entender un coro que me había perseguido todos esos días, esperando, anhelando ser traducido y entendido. Era un coro que decía:

If only I had known
That it would end so soon.
I was left with a picture of the moon.

Zapatos de marca, políticas de marca

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Tengo a mano el libro “100 ideas que cambiaron el mundo”, (El Nacional, 2006). Pura jalea de mango. Pocas veces me he reído tanto como con esta apología a la obscenidad y desfachatez del capitalismo. Por su formato breve y práctico, este libro es el manual definitivo para el maleante encumbrado de cuello blanco. Allí el lector puede aprender cómo crear una moderna plantación esclavista (maquila), robar información al público para venderla a empresas de mercadeo (estudios de cesta de mercado) o sacar a la calle productos defectuosos e irreparables para venderlos una y otra vez a los incautos (depreciación programada). Entre estas cien joyas, mi preferida, casi tan irritante como un segmento de TV con Albani Losada, es la explicación del branding, palabra que por fortuna no tiene traducción española. Concisamente, es la técnica que convierte la imbecilidad humana en millones de una cuenta corriente. El branding crea y enaltece un símbolo fatuo –la marca- y le asocia sentidos de belleza, bien o verdad. Gracias al branding una tarjeta de crédito es respeto, una marca de jamón resume identidad y un dibujito al costado de un zapato significa que el zapato sirve.

La forma de branding más ramplona que conozco –me mata de la risa- se oye en el carrito por puesto. Un locutor sentencia: “Conection Diyei. Aniquilando el panorama… MU-SI-CAL”, o cualquier otra banalidad y yo me pregunto en mi desdicha si esa retórica puede convencer a alguien. Supongo que sí; total, también hay quien se deslumbra con Daddy Yankee en la Guerra de los Sexos.

Una marca, cuanto más vacía, mejor. Es el mono de la baraja: vale por no significar nada. Gracias a su nulidad, se adapta mejor a la variedad y al cambio. Por eso puede vender lo que sea. Nadie creería que Paris Hilton sea capaz de crear un perfume y, ya lo ves, ahí está en el aparador con su nombre, bien bonito para que caigas, lector. Poco tienen en común las tecnologías para fabricar caretas de catcher, pelotas de fútbol y franelas de poliéster, pero el mismo dibujito pendejo sirve por igual y las ampara a todas ellas. Es la marca la que vende el producto y no al revés: no nos detenemos a ver si la careta está bien hecha; no examinamos la franela, sus costuras, su tela; no comprobamos el rebote del balón. Pues sea cual sea el producto, el dibujito es su garante y su verdad. Argumentum ad hominem: el producto vale por quien lo firma, no por lo que es.

Padecemos una enfermedad del lenguaje. Cuando el paro del 2002 yo trabajaba en una oficina en Concresa. Me obligaban a escuchar por el hilo musical a Marta Colomina con Penzini Fleury. A veces se sumaba Patricia Poleo. Fueron días infames. Una tarde la prófuga informa que Urdaneta Hernández, entonces director de la Disip, estaba construyendo una quinta de cinco millones de dólares en La Lagunita y que Aristóbulo Istúriz poseía un yate “tan grande que no cabe en el puerto de La Guaira”. Ésta se metió por lo menos tres líneas, diagnostiqué. Pero cuál no sería mi desconcierto y desolación cuando meses más tarde Urdaneta salta la talanquera y el diario Vea publica el cuento de la mansión. ¿Será que Aristóbulo tiene el yate?, me pregunté al momento.

Un zapato es bueno porque es de marca. Un dato es cierto si lo dice Poleo, o Vea, según sea el usuario. Zapatos de marca, verdades de marca. Por no hablar de políticas de marca. Mi primo Héctor Gouverneur tiene tiempo planteando que podría instalarse un sistema de trolebuses en Caracas. Ha recopilado innumerables fotos de los que sirven en las ciudades de Europa. Argumenta que la infraestructura necesaria cuesta una fracción de la del metro, para empezar porque no requiere túneles, que tiene un bajo consumo eléctrico, que no necesita estaciones, sino meras paradas, que su trazado se puede ensanchar para incorporar ciclovías y muchas otras razones. Me parece un planteamiento inteligente y factible. Por eso quedé atónito cuando hace poco, un conocido me dijo “eso no sirve aquí porque es parte estructural del sistema capitalista; no hay que importar soluciones” y remató, con sapiencia, “inventamos o erramos”.

Las marcas medran porque es muy cómodo entender el mundo a través del argumentum ad hominem. Es una enfermedad del lenguaje que nos llena de equívocos y, no debería sorprender, beneficia a unos pocos. Por eso, cuando en el centro comercial veo un anuncio de Nike me asalta una sensación de fraude e indignación tan poderosa que desde hace mucho sueño con pegarle candela a todas esas tiendas. No es asunto de entrar en los detalles de mi plan: el censo de tiendas deportivas, el cálculo del TNT, la red de walki-talkies que por un lado reciben la orden y por el otro la rebotan al siguiente más cercano y luego detonan la carga en cada tienda. Llegué a estimar que con este método suprimiría todas las tiendas de Nike de Caracas en un lapso de diez minutos.

Deslumbrado por la magnificencia de mi plan, me dejaba tentar a veces por ansias de grandeza y pensaba a menudo en un ataque a escala global, espectacular. Con labia y discreción recluté un ejército, pequeño pero convencido; unos cuantos hombres valerosos, dignos ejemplos de entrega a un fin superior. Pero nos faltan recursos y logística y con el tiempo aparecen nuevas y nuevas marcas y la solución se aleja. Habría que dar un golpe irreversible contra todas las marcas de todo; un solo atentado con C4 contra todos los centros comerciales del planeta, lo que no es mala idea, salvo por el problema de qué hacer con los desempleados que quedarían y que medio resuelven con las miserias de sueldo que levantan allí.

Por eso ahora, con modestia, y a riesgo de ser expulsado de las filas de mi propio ejército, propongo lisamente una política en dos fases. Primera, liberar de tasas la producción de esa clase de artículos que se afincan en el branding (deportivos, ropa, etc.), pero a condición de que ninguno de sus productos muestre exteriormente logotipos ni nombres de marcas. Que vengan si quieren con sus divisas a montar su infraestructura y tecnología, que aquí obtendrán beneficios. Que se instale un tejido industrial local, que mejoremos nuestra balanza comercial y dejemos atrás nuestra dependencia de las importaciones, pero sobre todo que la gente empiece a evaluar los productos que compra por su calidad intrínseca y no porque una cara bonita lo anuncia en televisión. Liquidar el argumentum ad hominem de las marcas inclinaría a la población a examinar las cosas por su valor propio, a cuestionar las patrañas que inventan los medios, a tomar el poder en sus manos, bajo las premisas de su propio criterio, a formular proyectos sobre la base de su entendimiento del mundo real y no sobre los argumentos de autoridad con que los farsantes disfrazados del color de turno intentan imponerles sus propias agendas. Liquidar las marcas es un paso crucial en la construcción del poder popular.

Segunda fase –aquí entre nos- cuando los trabajadores de esas plantas tengan un pleno dominio de los procesos productivos (eso que en el panfleto de las cien ideas describen como el know how), cuando los administradores de la empresa hayan hecho una buena contabilidad de costos, cuando los ingenieros entiendan a fondo el funcionamiento de su maquinaria, entonces promovemos la toma de esas plantas, y que sean del colectivo.

La vejez me gana. Echo de menos a mi abuela y a mi padre. A ellos debo mi sentido de la estética y la razón, y no dudo de que se hubieran enorgullecido de mis planes primeros, tan excelentes y magníficos. Pero la vejez me gana y a medida que pasa el tiempo le pierdo el gusto a lo espectacular y me enamoro de lo razonable. Como con las mujeres. Hace rato que pasé la edad de la muerte de Aquiles, y me acerco rápido a la de John Lennon. Los afanes de gloria y escándalo remiten, pero sea proponiendo proyectos, incendiando tiendas o escondiéndome en la ficción, no renuncio a dar muerte a las marcas.

P.S. Aristóbulo: de pana no creo que tengas el yate.

Bajo conteo seminal

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Acabo de conocer el nuevo funicular que sirve a los cerros de San Agustín. Bonito, organizado, compacto. Enaltece a quienes lo usan, esos que antes esperaban media o una hora de pie en la cola del jeep y después se echaban sus buenos siete pisos de escalera, peaje incluido. Como una diosa que una vez conocí. Obvio intimidades, pero el cuento estaría incompleto si no recuerdo que, tendido junto a ella, descubrí una fea cicatriz que tiene a un costado, junto a la ingle. La acaricio. La diosa, que todas se las sabe, se adelanta y explica "Unos chamos entraron armados a una fiesta por mi casa. Estábamos en la terraza. Todos nos fuimos para atrás y el murito cedió. Nos despeñamos como seis, hasta el techo de abajo. Un pedazo de bloque me cayó ahí." Y no hizo falta hablar de sus manos y de esas piernas que parecían delfines, pues yo ya lo sabía, esa fibra no se había depurado a punta de spinning con changa a todo volumen, sino subiendo a casa todas las tardes el tobo de agua -mil kilos el metro cúbico, para el que no lo sepa.

Tenía tiempo con ganas de conocer este teleférico, así que anoche, entrando a la estación de Parque Central, en lugar de bajar al andén para ir a casa, pregunté por la taquilla del Metrocable. Me dijeron que no había tal, que es gratis. Y dije para dentro de mi "pero esta gente al fin está entendiendo el asunto", lástima que cuando pedí la aclaración "¿gratis, gratis?" el funcionario respondió "mientras ponen los torniquetes", lo cual demuestra el bajo conteo seminal que esconden ciertas decisiones. Ahí me dije, no vale, esto hay que ponerlo en negro, porque cómo puede ser que todavía nadie se haya dado cuenta de que el metro y, si me apuran, todo el transporte público, debe y puede ser gratis. Y no para congraciarse con el electorado, sino porque así sería mejor y más eficiente.

Digamos, sólo el metro. Según un comunicado de CAMETRO (http://www.aporrea.org/actualidad/n128121.html), los trenes transportan 1.200.000 pasajeros al día, tanto como 1.080.000 bolívares, calculados a razón de dos pasajes por persona. Esos ingresos pueden provenir de la venta de boletos, como se hace ahora, pero ese método tiene muchos inconvenientes y costos: la basura que supone casi dos millones y medio de tickets, salarios para el personal que vende, mantenimiento de las máquinas expendedoras y de los torniquetes, actualización tecnológica y, sobre todo, pérdida de tiempo de la gente haciendo cola. Pero hay otras formas de reunir esa plata; por ejemplo, un impuesto a la venta de bebidas alcohólicas o un impuesto a las transacciones bancariasm, ambas técnicamente factibles. Para empezar porque a fin de cuentas los ingresos del metro pertenecen a su propietario último, que es el Estado, así que poco importa si su manutención se sustenta en el pago directo de los usuarios, o de una asignación emitida por las arcas de Finanzas. Además, porque cualquiera de estas tasas se recabaría de manera informatizada, con tan sólo una sencilla programación de las cajas registradoras de todo expendio, lo que se ha hecho ya varias veces, como cuando se ha cambiado el IVA. Finalmente, por razones políticas. Los venezolanos consumimos ingentes cantidades de alcohol, pero no todos tomamos del mismo. Hay mucha gente que toma anís o caña clara, lo más barato que hay. Pero también somos el mayor consumidor de whisky per capita del mundo; y no sólo de cualquier whisky, sino del más costoso, ése que con su jerga repelente los mercaderes llaman super premium. Un litro de whisky debe valer como 20 veces más que uno de Carta Roja, así que sea cual sea el porcentaje de impuesto que se estime, los consumidores de whisky aportarán a las arcas del metro 20 veces más que el de Carta Roja. Razones parecidas se pueden aplicar a un impuesto a las transacciones bancarias.

Esto es lo que llaman un subsidio directo, me parece, y se inspira en el principio de que quien más tiene, que aporte más. La realidad exige acciones a la medida de los problemas, y que conste, ni siquiera he tocado las ventajas políticas que se sacarían de una decisión como ésta: considera, lector, el saldo de mostrar al mundo que en Venezuela el transporte es gratis. Cuando menos Michael Moore gozaría un puyero grabando un documental al respecto.

Me resulta tan eficaz y radical esta solución que me he visto obligado a pensar que la única razón por la que no se ha implantado es porque nuestros ministros, gerentes y planificadores, no se atreven o no la ven. Y yo en el centro de mí, despierto y me digo a mi mismo que si no se tiene el poder para hacer algo tan sencillo, qué puede decirse de ambiciones sustanciales como mudar la capital a Calabozo o impulsar zonas especiales de desarrollo. Pareciera así que nuestra gestión pública tiene los mejores deseos, pero, visto el bajo conteo seminal de su acción real, sólo cabe decir, como dicen en el Guárico, deseo no empreña.

No acudas a linimento

4:11 0 Comments


No acudas a linimento,
alcanfor, miel o saliva,
que atenúen el momento
de más ardor. No se esquiva
con ardid, ni se deriva
esa quema: se convierte
en su contrario. Divierte
el placer así obtenido
por el sendero invertido:
más vida cuanto más muerte

S. Sarduy

Un amor más allá del amor

19:54 0 Comments



Un amor más allá del amor,
por encima del rito del vínculo,
más allá del juego siniestro
de la soledad y de la compañía.
Un amor que no necesite regreso,
pero tampoco partida.
Un amor no sometido
a los fogonazos de ir y de volver,
de estar despiertos o dormidos,
de llamar o callar.
Un amor para estar juntos
o para no estarlo
pero también para todas las posiciones
intermedias.
Un amor como abrir los ojos.
Y quizá también como cerrarlos.

R. Juarroz

La cabeza del perro

20:50 0 Comments


Estoy arrellanado en el sillón junto a la chimenea en que crepita el fuego. Tengo la copa de coñac en la mano derecha. Con la mano izquierda, caída descuidadamente, acaricio la cabeza de mi perro... hasta que descubro que no tengo perro.

A. Conan Doyle

Cuento de Horror

20:43 0 Comments


La mujer que amé se ha convertido en fantasma. Yo soy el lugar de sus apariciones.

J. J. Arreola

La letra con sangre entra

4:24 0 Comments



A Arturo Carrera

La letra con sangre entra
como el amor. Mas no dura
en el cuerpo la escritura,
ni con esa herida encuentra
paz el amante. Se adentra
en el cuerpo deseoso
y más aumenta su gozo
con su mal. Alegoría
de nuestra postrimería:
jeroglífico morboso.

S. Sarduy - Un testigo fugaz y disfrazado

Carta del suicida

4:21 1 Comments


Juro que esta mujer me ha partido los sesos,
porque ella sale y entra como una bala loca,
y abre mis parietales y nunca cicatriza,
así sople el verano o el invierno,
así viva feliz sentado sobre el triunfo
y el estomago lleno, como un cóndor saciado,
así padezca el látigo del hambre,
así me acueste
o me levante, y me hunda de cabeza en el día
como una piedra bajo la corriente cambiante
así toque mi cítara para engañarme, así
se abra una puerta y entren diez mujeres desnudas,
marcadas sus espaldas con mi letra, y se arrojen
unas sobre otras hasta consumirse.
juro que ella perdura porque ella sale y entra
como una bala loca,
me sigue a donde voy y me sirve de hada
me besa con lujuria
tratando de escaparse de la muerte,
y, cuando caigo al sueño, se hospeda en mi columna
vertebral, y me grita pidiéndome socorro,
me arrebata a los cielos, como un cóndor sin madre
empollado en la muerte.

G. Rojas
1940

El silencio que queda entre dos palabras

4:20 0 Comments



El silencio que queda entre dos palabras
no es el mismo silencio que envuelve una cabeza cuando cae,
ni tampoco el que estampa la presencia del árbol
cuando se apaga el incendio vespertino del viento.

Así como cada voz tiene un timbre y una altura,
cada silencio tiene un registro y una profundidad.
El silencio de un hombre es distinto del silencio de otro
y no es lo mismo callar un nombre que callar otro nombre.

Existe un alfabeto del silencio,
pero no nos han enseñado a deletrearlo.
Sin embargo, la lectura del silencio es la única durable,
tal vez más que el lector.

R. Juarroz

El centro del amor

4:17 0 Comments


El centro del amor
no siempre coincide
con el centro de la vida.
Ambos centros se buscan entonces
como dos animales atribulados.
Pero casi nunca se encuentran,
porque la clave de la coincidencia es otra:
nacer juntos.
Nacer juntos,
como debieran nacer y morir
todos los amantes.

R. Juarroz

Colored Pencil Society of America

20:22 0 Comments

Si, como se ha dicho, una gran película es tres escenas magníficas y ninguna mala; qué puede decirse entonces de novelas como las Memorias de Adriano - esas cuatro cartas que Yourcenar remite a un Marco Aurelio todavía inocente de haber sido elegido para el imperio, inolvidables párrafo tras párrafo y a veces línea tras línea. Escribir un cuento malo es difícil; mucho. Por eso, al leer las Memorias, y también Lolita y el Coronel no tiene quién le escriba, he sentido que esos textos en una palabra, no pueden existir.
Tenía tiempo con ganas de poner esa simple idea en un par de líneas, al menos para dejarla por ahí y ya no ocuparme de ella, y encontré ahora la ocasión, al ver la página web que mi amiga Briceida Morales me acaba de recomendar: http://www.cpsa.org/
Se trata de la Sociedad Estadounidense del Creyón, que organiza, al parecer año tras año, un concurso de dibujo, de cuyos mejores trabajos expone una breve pero espléndida seelección. Si la visitan podrán ver algunos dibujos estupendos. Me asombraron en especial el colorido y la vitalidad de una tapara ornamentada y el realismo de un frasco de cristal donde reposa un tomate manzado. No logro imaginar cómo hizo el artista para lograr el tono y el brillo del cristal. Por no hablar del brillo de esmalte de esos mangos o lo que sean - poco importa, o del delicado juego de sombras del mantel color crema que hace como flotar los pétalos de encaje. Descargué algunos de los trabajos expuestos, los que más me gustaron, sin pararle a asuntos de copyright, etcétera, y los muestro aquí mismo. Imperdible.





A quien vela todo se revela - G. rojas

21:41 1 Comments



Bello es dormir al lado de una mujer hermosa,
después de haberla conocido
hasta la saciedad. Bello es correr desnudo
tras ella, por el césped
de los sueños eróticos.

Pero es mejor velar, no sucumbir
a la hipnosis, gustar la lucha de las fieras
detrás de la maleza, con la oreja pegada
a la espalda olorosa,
la mano como víbora en los pechos
de la durmiente, oírla
respirar, olvidada de su cuerpo desnudo.

Después, llamar a su alma
y arrancarla un segundo de su rostro,
y tener la visión de lo que ha sido
mucho antes de dormir junto a mi sangre,
cuando erraba en el éter
como un día de lluvia.

Y, aún más, decirle: "Ven,
sal de tu cuerpo. Vámonos de fuga.
Te llevaré en mis hombros, si me dices
que, después de gozarte y conocerte,
todavía eres tú, o eres la nada".

Bello es oír su voz: --"Soy una parte
de ti, pero no soy
sino la emanación de tu locura,
las estrella del placer, nada más que el fulgor
de tu cuerpo en el mundo".

Todo es cosa de hundirse,
de caerhasta el fondo, como un árbol
parado en sus raíces, que cae, y nunca cesa
de caerhacia el fondo.

de Juarroz

21:25 1 Comments


No nos mata un momento,
sino la falta de un momento.
No nos mata una sombra,
sino la ausencia aleatoria de una sombra,
perdida probablemente en un declive
de esta insensata eternidad despareja.
No nos mata la falta de la vida,
sino el azar de un claroscuro
que se proyecta sobre una pantalla invisible.
No nos mata morir:
nos mata haber nacido.

Unas líneas

21:21 0 Comments

Una tarde, muertos ya
de temblar en el otro
dormirá tu pecho un sueño de fruta
caerás de un cielo perdido en la cama
tu aliento detenido en la boca entreabierta
tus muslos abrazando mis muslos todavía
---como en el último instante.


I. Collazos

Amarillo

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El viento ruge sobre los campos amarillos. Braman los bisontes, galopan los caballos y los albatros en su vuelo resplandecen cual banderas.
Escucho voces jóvenes que conversan en otro idioma. Risas plateadas que saborean melocotones, guanábanas, albaricoques, higos rellenos de miel y ciruelas, panecillos glaseados, mozambiques en conserva.
Son jóvenes, tan jóvenes y sonrosados y flexibles que parecen el velamen de un bergantín. Viven en esa casa, esbelta y roja, hecha de tablas de cedro, con verticales ventanas en marcos que ellos pintaron con el verde de sus sosiegos.
Ellos toman vino blanco. En su mantel hay quesos y almendras y codornices en salsa de hierbas y naranja. Ellos han hecho silencio para escucharme y sin dejar de sonreír se miran y hablan unas frases en su idioma.
El sol resplandece. La brisa es un bisonte gris que escapa. Los jóvenes me observan. Uno se pone en pie y la piedra en su mano significa sale mendigo.

Demonio

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Como se dice: ¡Demonio!, en la creencia, tal vez fundada, de que es posible expulsarlo del centro del pecho con el aire viciado de la voz, mientras se hace trizas al juntar y separar la lengua del espacio en que coinciden los dientes con el borde inferior del paladar, y luego los labios entre sí y finalmente uniendo la lengua suavemente al techo de la boca, o a sus lados, según sea el acento o entonación especial que quiera darse a la palabra. A veces la articulación se acompaña de cierto temblor, de cierto timbre metálico, cansino, apagado; o indignado, de acuerdo con el temperamento del demonio a desterrar. A veces este ser, a quien la imaginación supone dedos temblorosos, y escasa carne nudosa y tendones, incrusta sus uñas en los pulmones, se aferra al corazón, al estómago, y entonces hace falta alargar el sonido de las vocales o elevar el tono hasta sentir como en su salida desgarra la garganta y deja en el interior un cierto aturdimiento, una leve náusea.
Pero no siempre tiene el hombre que habérselas con estos seres de estampa gótica. A veces el demonio de que hablamos es tierno y digno de lástima, como esos pintores mudos sin brazos ni pies, que sostienen su pincel con los labios para escribir mensajes urgentes, y junto a quienes los transeúntes se detienen y pasan la vista por encima del lienzo y aprueban la pintura sin apenas entrever algún sentido en ella. Luego los lisiados, sentados en sus sillas de plástico, al acabar la tarde gesticulan frenéticos porque anochece. Nadie ya los ve ni se detiene y se desgarran también la garganta, pero de ella sólo salen sonidos guturales, que al pasante pudieran recordar un orgasmo de caracoles o de topos.
Por lo general se trata de demonios solitarios; pero a veces ocurre que poseen una corte de diablillos amaestrados, amarrados con cadenitas de plata – dos o tres a lo sumo – que suelen tener un temperamento jovial, se hacen guiños, rodean a su amo, entrelazan sus cadenas y se tocan entre sí mientras hablan en chillidos, mostrando los dientes. O puede que el demonio se extravíe entre noches de fiesta y de luto. Se suceden sus delirios de forma tal que podría tratarse más bien de dos demonios gemelos que bailan ebrios hasta el desmayo. Tal arrebato, que suele llamarse despecho, hace del hombre un astro errante, lo hunde en sí mismo, arde en él una piel de lava, le aplasta el corazón, y así en su seno forma un inmenso hueco donde toda forma de vida se diluye, se asfixia.
La salida del demonio en estos casos depende de un acto elemental: la simple fusión con ella, un corte preciso que le ampute al ser los maridos y las mujeres, los ornamentos vacíos, los apéndices, y luego cauterizar la herida o acaso dejar que se infecte y descostrarla cada vez que seque, cubriéndola con sábila.

cuatro de bastos

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Le respondí: todo acaba siendo un juego de palabras. Todo. La construcción misma del local, los cuatro hombres que bebían, la mesonera, la barrica con su olor mate, rústico como el patio de esta casa donde aprendí el gusto por los dulces y el picante, casa redonda y luminosa, metáfora del mundo, mapa de mí, barro seco erosionándose regresando a mi vida al cabo de los siglos, traído por el viento.
Sentado junto al patio vislumbré en mi infancia mi oficio de cantinero. Con el tiempo, fui acondicionando el local: una lámpara que compré a un artesano del desierto, las mesas de roble y puy-puy, los vasos con grabados de signos zodiacales, la bodega.
Los hombres vienen, cuentan sus historias, llaman a la mesonera, dejan la propina, pasan a la trastienda, y la vida se lleva así, sin problemas.
El hombre había entrado, se había acodado en la barra. Me preguntó por una casa con un árbol de cuatro ramas. Insistí: todo acaba siendo un juego de palabras. Me dijo que él no se dejaba quitar las mujeres así nada más. No sabía –y yo nunca le habría dicho- que desde hacía muchos años ella trabajaba en el bar; que no existía ningún árbol de cuatro ramas, y que cuatro eran los hombres rudos –los cuatro bastos- que al levantarse de la mesa irían a darle muerte.

Teoría y Práctica

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Teoría
Tome un cuadrado ABCD de lado l. Trace una diagonal BD, es decir, un segmento que una los puntos B y D sin pasar por C. Haciendo centro en B y con radio BD, trace un arco con el cual dicha diagonal se proyectará sobre la recta BC, definiendo un punto E que llamaremos punto de confusión. La longitud BE equivale a la raíz de 2l2, según se desprende del teorema de Pitágoras.
Por el punto de confusión, trace una perpendicular a BE, definiendo un rectángulo menor que, sumado al cuadrado original determina un rectángulo mayor de medidas l por BE. Este rectángulo, y sólo éste, podrá duplicarse por simetría en su lado mayor generando un rectángulo de las mismas proporciones que el original y otra vez y otra, hasta el infinito. Llámase esta figura el rectángulo irracional ya que siendo el doble es, paradójicamente, semejante a sí mismo.


Práctica

Tome una vida cuadrada de lado l, definida por los segmentos: AB, de la casa al metro, BC, del metro a la oficina, CD, de allí al bar y DA, de nuevo a casa. Trace una diagonal BD, un recorrido directo del metro al bar sin pasar por la oficina. Haciendo centro en B, proyecte el punto D en BC o, lo que es lo mismo, haga de la oficina un bar y viceversa creando un punto E o punto de confusión. Con longitud l, y de forma perpendicular al recorrido del metro a la oficina, trace por E un nuevo segmento, un sentido adicional a la vida, perpendicular a la confusión, que definirá un nuevo territorio de medidas l por raíz de AB2-l, lo que viene a significar que la confusión es la raíz de ir y venir de la casa al metro y del metro al trabajo. Resulta así un rectángulo, que por su lado mayor puede duplicarse hasta crear una vida doble, de las mismas proporciones del rectángulo inicial pero con el doble de superficie o de superficialidad (¿hablo, acaso, de bigamia?). Esta nueva vida contiene un cuadrado y un apéndice irracional que podrán asimismo duplicarse, duplicarse y duplicarse hasta el infinito, lo que en términos prácticos significa la muerte o el fastidio.

La anunciación

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Hugo Vergara cuenta esta historia:
«Una noche, Norma soñó que una voz le ordenaba traer un angelito. Norma caminó en sueños por un bonito jardín sembrado de rosas y trinitarias. En el centro había una fuente redonda construida en un pedestal, y sobre la cual un angelito desnudo, también de piedra, orinaba un agua fresca en la fuente.
«Norma trató de levantar el angelito, pero estaba fijo en la fuente, por lo que tuvo que llevarse todo el conjunto, apoyándolo en su bajo vientre, sobre el hueso pélvico. Cargó un buen trecho con la fuente y el angelito y luego tuvo otras aventuras que más tarde no pudo recordar.
«Por la mañana, al despertar fue a casa de su madre, que es mi abuela Mamafiori y le dijo: “Mamá, hoy amanecí con un fuerte dolor aquí”, y señaló con el dedo la zona del bajo vientre. Mamafiori le respondió: “Claro, Norma, porque yo te mandé buscar el angelito, no la fuente”.»

El hombre que deseaba a la mujer del vecino

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Un hombre estaba a punto de enloquecer de deseo por la mujer del vecino del piso tres. Parca y esquiva cuando estaba sola, ronroneaba dócil al pasar por la vereda junto al marido, mirándolo arrobada. Algunas mañanas se sentaba junto a él en el jardín del edificio; el hombre espiaba desde la ventana de la cocina, y padecía largamente cada vez que la oía reír, o la veía tenderse en la hierba, mientras el marido leía o miraba ausente el agua que salía del aspersor, para regar el rosal, las margaritas y el arbusto de campanilla que crecía en un extremo del solar. Todo indicaba, pues, que sería imposible conseguir algo de ella, y esto inflamaba en el hombre un deseo que lo anulaba, lo acorralaba, lo enceguecía, lo aturdía y le ardía en la piel y en el aire como un enjambre de abejas meleras.
Cada vez que oía pasos, se asomaba al huequito de la puerta. Instaló en el antepecho del balcón un periscopio horizontal plegadizo de fabricación propia. Sobornó al jefe de la sección ministerial donde trabajaba el otro, para mandarlo lejos por unos días. Dañó la cerradura de la puerta de la vecina el día de hacer mercado, y luego salió al pasillo simulando un azar feliz y se ofreció para buscar al cerrajero. Como habrá previsto el lector, copió las llaves.
Ingresó en el apartamento a medianoche. Llevaba un pañuelo y cloroformo. Iba descalzo, vestidos los pies con gruesas medias de algodón que apagaban el sonido de sus pisadas. Se asomó con cautela a una habitación tras otra. La primera era un gimnasio. La segunda, una biblioteca con sofá-cama para los visitantes. La tercera estaba vacía. La última tendría que ser la de su tormento.
Entreabrió la puerta. Temió por un instante que ella durmiera con los ojos abiertos, y tener que quedarse allí de pie, sin saber si lo veía, escuchando el hondo sonido de su corazón delator. Por suerte no se trataba en este caso de una casa vieja, sino de un apartamento relumbrante durante el día, con puertas nuevas y bisagras bien aceitadas. Entró. Miró la cama; estaba vacía. No comprendió. Decidió esperar.
Media hora más tarde oyó abrirse la puerta exterior. Aguzó el oído. Oyó pasos que se dirigían hacia él. Se ocultó entre la puerta y el armario. Asió con fuerza el pañuelo empapado en cloroformo. La mujer se tendió en la cama. Tras ella entró el vecino del piso dos.

El hombre que se volvía gris y nadie lo notaba

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Este no es un cuento de aventuras. No trata del día aciago en que un hombre descubre un bordecillo gris, a un costado del meñique izquierdo; no cuenta el horror de la invasión silenciosa, el recurso al guante de cuero que oculta, el pelo que se deja crecer. Es más bien una historia de confort y conveniencias. Porque a este hombre del que escribo le iba de lo mejor, tenía un carro resplandeciente, se tomaba una copita de vino tinto con la cena y luego un escocés para matar la tensión del día. Visitaba de cuando en cuando a sus parientes políticos –no mentiré diciendo que lo disfrutaba-, y también los recibía en casa.
Ya casado y esperando el primer hijo –tuvo en total tres-, arrellanado en la poltrona de cuero uruguayo, con el trago en la mesita a la derecha y el brazo izquierdo colgando distraído, su piel (aclaro: toda la piel, incluso la parte de adentro de los párpados y la que cubren las uñas) adquirió por un instante un remoto color gris plomo. Alguien inclinado a las creencias ultraterrenas diría que se trataba de un resplandor místico, como el de las estampas de Krishna y Shiva; pero no, el tono era mate, como el del panqué que usan las mujeres de base para el maquillaje.
Como era de esperarse, el hombre no notó el cambio; tan leve y pasajero fue. Pero a partir de entonces, cuando sonreía al encender el aparato de televisión, cuando tintineaban las llaves del apartamento de soltero en el bolsillo, cuando la luz del atardecer se filtraba por las cortinas verticales, incidía en el cuadro abstracto y resbalaba sobre la piedra roja del anillo, cuando se quitaba los zapatos de suela, cuando emitía esa risita que sonaba “ju-ju-ju” ante un chiste del suegro o del cuñado y no esa risa vieja y ya casi ajena que enseñaba las muelas, entonces su piel adquiría de nuevo aquel tono gris que da título a este cuento.
Luego hubo un período de intermitencia y más tarde uno de un cambio casi permanente que -de nuevo- nadie notaba. A veces, viendo la habitual revista de papel glaseado, el tono se acentuaba y cobraba un reflejo azul tornasol. En cambio, durante una fiesta familiar (su mujer empujaba el cochecito del segundo hijo), mirando las fotos del viaje de sus suegros al extranjero, la piel se le puso de un gris pardo, que si no hubiera sido gris habría sido del color de un gato siamés.
Pero el tono más cercano al plomo verdadero -y que si alguien lo hubiera notado habría sentido alarma y tal vez consternación, pero no hubo cómo-, es el que adquirió la piel del hombre cuando, postrado en la habitación de la clínica, tuvo el segundo paro respiratorio. Levantó los brazos un poco, para llamar al nieto, pero no le salió ninguna palabra. No sé si ese silencio se debió a que por primera vez notara el cambio; poniéndome en su lugar, no me cuesta imaginarme en ese momento, fijándome con estupor en algo tan frívolo como el color de las manos. El caso es que se quedó tieso con los brazos en alto.

Un último pormenor: tendido el hombre en la cama de acero inoxidable, el médico forense, llegando con el pote de maquillaje, lo miró y le dijo al ayudante: “¿no has notado que los muertos tienen un color como grisáceo?”. “A veces”, respondió el otro.

Una vida en pareja

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Querían y lo hicieron. Ella quería y lo hicieron. Él quería y lo hicieron. Ella no quería, y lo hicieron. Él no quería, y lo hicieron. Hubieran querido, pero no lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron.

El mismo dedo índice derecho del cuento anterior

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Ahora la mano reposa en la mesa, inmóvil sobre su canto exterior. El dedo índice derecho ha adoptado su posición natural, distendido aunque algo doblado hacia adentro, señalando la frente de la mujer e imposibilitado de hacer contacto con la mesa o ninguna superficie, como no fuera la del vaso de vidrio lleno a medias de ginebra. Pero para llegar a éste, la cabeza tendría que levantarse, apartarse de la mesa, abrir los ojos, ordenar al brazo derecho que se mueva un poco al frente, ordenar a la mano que vuelva en sí, a los dedos que se aferren al cristal ya casi a temperatura ambiente, que es como decir no más de quince grados, pues ya son las tres de la madrugada.
Pero eso no ocurrirá, porque el mensaje en clave Morse que escribió el dedo unas horas antes era la repetición indefinida, monocorde, de la pregunta: ¿qué importa? Y el comienzo del mensaje nunca fue escrito, pues cuando podía haberlo hecho, el dedo estaba con los otros asiendo el vaso lleno y frío. Así que no se puede saber qué es lo que no importaba. Tal vez ni siquiera la propia mujer lo sabe, porque el mensaje era de un dedo índice autónomo, un mensaje formulado a despecho de cuanto ella pudiera pensar, si es que entonces en realidad pensaba.
Y cuando el dedo comenzó a escribir su señal, la mano izquierda aferró el vaso que de forma periódica alguien llenaba, a intervalos de veinte minutos al principio y cinco al final. Y en el intermedio la cabeza se apoyaba en la mano izquierda y oscilaba -como ya se dijo en el otro cuento.
De pronto resbaló, giró en el aire producto de la inercia y cayó en arco, de frente, hasta que la ceja derecha se hincó en la madera a unos centímetros del borde y sirvió de bisagra para que la cabeza oscilara no más de ocho grados. Luego la nariz se dobló un poco abajo y a la izquierda al contacto con la madera, para detener ese movimiento corporal, ya no voluntario –como el del índice al comienzo de la noche entre la primera y la octava ginebra seca-, pero sí al menos autónomo –diferente por cierto al de mañana por la mañana cuando alguien venga a mover el cuerpo.

Fragmento de un texto en clave Morse.

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a Joana Cadenas

En su movimiento oscilatorio, el dedo índice derecho de la mujer, por el contacto con la mesa de madera hace un sonido periódico, apenas audible:
“...toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc...”

De cuando en cuando la cabeza, apoyada sobre la palma de la mano izquierda también oscila, pero no hace ningún sonido.

Variaciones prosaicas sobre un tema fantástico

8:55 0 Comments


Cuando despertó, el reloj ya no estaba allí.
Cuando despertó, el deseo ya no estaba allí.
Cuando despertó, el gramo ya no estaba allí.
Cuando despertó, la esposa ya no estaba allí.

Díptico

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1.|| Se llama cola de mono. Mide unos 35 centímetros. Su sección decrece de forma gradual, de un centímetro en el punto donde se empotra a la rama del árbol, hasta el muñón terminal, que tendrá no más de tres milímetros. Está formada por pequeñas hojas rígidas, parecidas a colmillos, y fijadas por su extremo más grueso al eje central de la cola. La base de cada colmillo tiene forma de rombo, y su sección transversal mide un tercio de la circunferencia del eje central de la cola, en el punto respectivo. Cada eslabón de la cola, por tanto, está formado por tres dientes. En el espacio definido por los bordes de cada rombo cabe otro rombo. Así, la cola crece como una cadena de triángulos alternados.
En términos macroscópicos, está formada por seis espirales de dientes vegetales. Es de color verde oliva, aunque algunas de las hojas, sobre todo en las cercanías de la base, adquieren un color marrón, producto del mal clima de ciertas temporadas. El tiempo aproximado de crecimiento de esta cola es doce años. A causa de la posición de los dientes, inclinados 45 grados respecto del eje central, si se la acaricia en un sentido se puede sentir su suave firmeza. Si se la acaricia en otro sentido, parece que muerde.
2.|| Prescindo de una descripción física. Como sumario diré: un metro sesenta y cinco, aspecto frágil, ojos felinos, dientes parejos, cabello rojizo. Crece en la misma habitación que su madre. Sabe fingirse dormida. Su edad aproximada es doce años. Está sujeta a acuerdos entre la madre y, digamos, un padre adoptivo. En virtud de los mismos, su lugar natural es el asiento del copiloto. Los documentos pueden esperar, se dice en estos casos, y se agrega aquí tiene la ayudita. En camino ya, el hombre acaricia su cabeza de forma paternal. Ella mira las rayas blancas que pasan. Cabe la posibilidad de que si más tarde la acaricia en otro sentido, ella lo muerda.

Treinta fichas

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Poco importa si lo que quería era baladí o vital. El caso es que lo quería ya. Calculando, faltarían unas treinta fichas. Así que se subió un poco la falda –ya de por sí corta, se sentó junto al hombre y pidió un trago. Parecía solvente; también fuera de lugar, con ese traje, cuando allí sólo iban hombres en manga de camisa. Además, mientras el cliente habitual acababa dormido sobre la mesa, éste era comedido. Tal vez por eso no pudo engañarlo y deshacerse de los tragos, como solía. Tuvo que tomárselos.
En cierto momento sintió hambre. Salió al frente. Pidió un perro caliente. Hizo un comentario que nadie comprendió. Al hablar soltó el bocado que estaba masticando. Le pidió al vendedor que pusiera más queso rallado. El vendedor le dijo en tono de chanza que estaba muy tomada. Ella dijo: No bebo para prenderme, sino para volverme mierda. Luego se fue con el hombre.
Despertó en el borde del canal, junto a la avenida. Le dolían la cabeza y la espalda. Tenía rota la boca. No veía por el ojo izquierdo. No encontró las fichas.

Mientras suena una suite de Bach

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Escrúpulos de narrador: no falsear los hechos, cuidar los adverbios modales, evitar los recursos cinematográficos. ¡Al diablo! Qué importa que la suite no sonara mientras ocurrían los hechos, sino mientras los escribo. Si ella no tuvo escrúpulos, ¿por qué he de tenerlos yo? El punto es lograr un buen efecto dramático, y qué mejor recurso que un fondo musical reposado y melancólico con que aderezar la secuencia.
Si se tratara de un filme tendría que ajustar la banda sonora a la acción, pero en este caso puedo conformarme con dejar la pregunta en el aire: ¿hacerlo le habrá tomado tanto tiempo como el que dura la suite? Mirarlo, cinco segundos. Taparle la cara con la almohada, dos minutos. Sacarlo de la cuna, un minuto. Abrir su vientre y vaciarlo de tripas, cinco minutos. Llenarlo con bolsitas de cocaína, dos minutos. Coserlo, diez minutos.
Dejo a la imaginación del lector los pormenores del trayecto al aeropuerto, el control de inmigración, el arribo, el desenfreno de los festines: escribir un cuento como éste lleva tiempo y la suite se está terminando.

La memoriosa

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Discernía continuamente los avances de la corrupción, de las caries, de la fatiga. Tarde en la madrugada, tendida de espaldas al hombre en el catre que compartían, mirando el muro, le dijo ya sin rencor: te lo he dicho setecientas cincuenta y cuatro veces, pero nada; tú nunca vas a cambiar.