Zapatos de marca, políticas de marca

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Tengo a mano el libro “100 ideas que cambiaron el mundo”, (El Nacional, 2006). Pura jalea de mango. Pocas veces me he reído tanto como con esta apología a la obscenidad y desfachatez del capitalismo. Por su formato breve y práctico, este libro es el manual definitivo para el maleante encumbrado de cuello blanco. Allí el lector puede aprender cómo crear una moderna plantación esclavista (maquila), robar información al público para venderla a empresas de mercadeo (estudios de cesta de mercado) o sacar a la calle productos defectuosos e irreparables para venderlos una y otra vez a los incautos (depreciación programada). Entre estas cien joyas, mi preferida, casi tan irritante como un segmento de TV con Albani Losada, es la explicación del branding, palabra que por fortuna no tiene traducción española. Concisamente, es la técnica que convierte la imbecilidad humana en millones de una cuenta corriente. El branding crea y enaltece un símbolo fatuo –la marca- y le asocia sentidos de belleza, bien o verdad. Gracias al branding una tarjeta de crédito es respeto, una marca de jamón resume identidad y un dibujito al costado de un zapato significa que el zapato sirve.

La forma de branding más ramplona que conozco –me mata de la risa- se oye en el carrito por puesto. Un locutor sentencia: “Conection Diyei. Aniquilando el panorama… MU-SI-CAL”, o cualquier otra banalidad y yo me pregunto en mi desdicha si esa retórica puede convencer a alguien. Supongo que sí; total, también hay quien se deslumbra con Daddy Yankee en la Guerra de los Sexos.

Una marca, cuanto más vacía, mejor. Es el mono de la baraja: vale por no significar nada. Gracias a su nulidad, se adapta mejor a la variedad y al cambio. Por eso puede vender lo que sea. Nadie creería que Paris Hilton sea capaz de crear un perfume y, ya lo ves, ahí está en el aparador con su nombre, bien bonito para que caigas, lector. Poco tienen en común las tecnologías para fabricar caretas de catcher, pelotas de fútbol y franelas de poliéster, pero el mismo dibujito pendejo sirve por igual y las ampara a todas ellas. Es la marca la que vende el producto y no al revés: no nos detenemos a ver si la careta está bien hecha; no examinamos la franela, sus costuras, su tela; no comprobamos el rebote del balón. Pues sea cual sea el producto, el dibujito es su garante y su verdad. Argumentum ad hominem: el producto vale por quien lo firma, no por lo que es.

Padecemos una enfermedad del lenguaje. Cuando el paro del 2002 yo trabajaba en una oficina en Concresa. Me obligaban a escuchar por el hilo musical a Marta Colomina con Penzini Fleury. A veces se sumaba Patricia Poleo. Fueron días infames. Una tarde la prófuga informa que Urdaneta Hernández, entonces director de la Disip, estaba construyendo una quinta de cinco millones de dólares en La Lagunita y que Aristóbulo Istúriz poseía un yate “tan grande que no cabe en el puerto de La Guaira”. Ésta se metió por lo menos tres líneas, diagnostiqué. Pero cuál no sería mi desconcierto y desolación cuando meses más tarde Urdaneta salta la talanquera y el diario Vea publica el cuento de la mansión. ¿Será que Aristóbulo tiene el yate?, me pregunté al momento.

Un zapato es bueno porque es de marca. Un dato es cierto si lo dice Poleo, o Vea, según sea el usuario. Zapatos de marca, verdades de marca. Por no hablar de políticas de marca. Mi primo Héctor Gouverneur tiene tiempo planteando que podría instalarse un sistema de trolebuses en Caracas. Ha recopilado innumerables fotos de los que sirven en las ciudades de Europa. Argumenta que la infraestructura necesaria cuesta una fracción de la del metro, para empezar porque no requiere túneles, que tiene un bajo consumo eléctrico, que no necesita estaciones, sino meras paradas, que su trazado se puede ensanchar para incorporar ciclovías y muchas otras razones. Me parece un planteamiento inteligente y factible. Por eso quedé atónito cuando hace poco, un conocido me dijo “eso no sirve aquí porque es parte estructural del sistema capitalista; no hay que importar soluciones” y remató, con sapiencia, “inventamos o erramos”.

Las marcas medran porque es muy cómodo entender el mundo a través del argumentum ad hominem. Es una enfermedad del lenguaje que nos llena de equívocos y, no debería sorprender, beneficia a unos pocos. Por eso, cuando en el centro comercial veo un anuncio de Nike me asalta una sensación de fraude e indignación tan poderosa que desde hace mucho sueño con pegarle candela a todas esas tiendas. No es asunto de entrar en los detalles de mi plan: el censo de tiendas deportivas, el cálculo del TNT, la red de walki-talkies que por un lado reciben la orden y por el otro la rebotan al siguiente más cercano y luego detonan la carga en cada tienda. Llegué a estimar que con este método suprimiría todas las tiendas de Nike de Caracas en un lapso de diez minutos.

Deslumbrado por la magnificencia de mi plan, me dejaba tentar a veces por ansias de grandeza y pensaba a menudo en un ataque a escala global, espectacular. Con labia y discreción recluté un ejército, pequeño pero convencido; unos cuantos hombres valerosos, dignos ejemplos de entrega a un fin superior. Pero nos faltan recursos y logística y con el tiempo aparecen nuevas y nuevas marcas y la solución se aleja. Habría que dar un golpe irreversible contra todas las marcas de todo; un solo atentado con C4 contra todos los centros comerciales del planeta, lo que no es mala idea, salvo por el problema de qué hacer con los desempleados que quedarían y que medio resuelven con las miserias de sueldo que levantan allí.

Por eso ahora, con modestia, y a riesgo de ser expulsado de las filas de mi propio ejército, propongo lisamente una política en dos fases. Primera, liberar de tasas la producción de esa clase de artículos que se afincan en el branding (deportivos, ropa, etc.), pero a condición de que ninguno de sus productos muestre exteriormente logotipos ni nombres de marcas. Que vengan si quieren con sus divisas a montar su infraestructura y tecnología, que aquí obtendrán beneficios. Que se instale un tejido industrial local, que mejoremos nuestra balanza comercial y dejemos atrás nuestra dependencia de las importaciones, pero sobre todo que la gente empiece a evaluar los productos que compra por su calidad intrínseca y no porque una cara bonita lo anuncia en televisión. Liquidar el argumentum ad hominem de las marcas inclinaría a la población a examinar las cosas por su valor propio, a cuestionar las patrañas que inventan los medios, a tomar el poder en sus manos, bajo las premisas de su propio criterio, a formular proyectos sobre la base de su entendimiento del mundo real y no sobre los argumentos de autoridad con que los farsantes disfrazados del color de turno intentan imponerles sus propias agendas. Liquidar las marcas es un paso crucial en la construcción del poder popular.

Segunda fase –aquí entre nos- cuando los trabajadores de esas plantas tengan un pleno dominio de los procesos productivos (eso que en el panfleto de las cien ideas describen como el know how), cuando los administradores de la empresa hayan hecho una buena contabilidad de costos, cuando los ingenieros entiendan a fondo el funcionamiento de su maquinaria, entonces promovemos la toma de esas plantas, y que sean del colectivo.

La vejez me gana. Echo de menos a mi abuela y a mi padre. A ellos debo mi sentido de la estética y la razón, y no dudo de que se hubieran enorgullecido de mis planes primeros, tan excelentes y magníficos. Pero la vejez me gana y a medida que pasa el tiempo le pierdo el gusto a lo espectacular y me enamoro de lo razonable. Como con las mujeres. Hace rato que pasé la edad de la muerte de Aquiles, y me acerco rápido a la de John Lennon. Los afanes de gloria y escándalo remiten, pero sea proponiendo proyectos, incendiando tiendas o escondiéndome en la ficción, no renuncio a dar muerte a las marcas.

P.S. Aristóbulo: de pana no creo que tengas el yate.

1 comentarios:

gustavo gaviria dijo...

Hermano tu diatriba visto su amplio espectro, mas allá de los recuerdos personales que son muy auténticos, lo demás sobre el brandin, la cultura capitalista, etc, lo desarrollo el director cinematográfico David Fincher, en el Club de la Pelea (1999), lo cual no me parece muy original el abordaje que le das, es el mismo dilema del que hablaba Erick Fromm, de que el ser humano no tiene medida ni de la felicidad ni de la desesperación, pero en todo caso debes definir si quieres ser Jhon Lennon o El Che Guevara