La anunciación

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Hugo Vergara cuenta esta historia:
«Una noche, Norma soñó que una voz le ordenaba traer un angelito. Norma caminó en sueños por un bonito jardín sembrado de rosas y trinitarias. En el centro había una fuente redonda construida en un pedestal, y sobre la cual un angelito desnudo, también de piedra, orinaba un agua fresca en la fuente.
«Norma trató de levantar el angelito, pero estaba fijo en la fuente, por lo que tuvo que llevarse todo el conjunto, apoyándolo en su bajo vientre, sobre el hueso pélvico. Cargó un buen trecho con la fuente y el angelito y luego tuvo otras aventuras que más tarde no pudo recordar.
«Por la mañana, al despertar fue a casa de su madre, que es mi abuela Mamafiori y le dijo: “Mamá, hoy amanecí con un fuerte dolor aquí”, y señaló con el dedo la zona del bajo vientre. Mamafiori le respondió: “Claro, Norma, porque yo te mandé buscar el angelito, no la fuente”.»

El hombre que deseaba a la mujer del vecino

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Un hombre estaba a punto de enloquecer de deseo por la mujer del vecino del piso tres. Parca y esquiva cuando estaba sola, ronroneaba dócil al pasar por la vereda junto al marido, mirándolo arrobada. Algunas mañanas se sentaba junto a él en el jardín del edificio; el hombre espiaba desde la ventana de la cocina, y padecía largamente cada vez que la oía reír, o la veía tenderse en la hierba, mientras el marido leía o miraba ausente el agua que salía del aspersor, para regar el rosal, las margaritas y el arbusto de campanilla que crecía en un extremo del solar. Todo indicaba, pues, que sería imposible conseguir algo de ella, y esto inflamaba en el hombre un deseo que lo anulaba, lo acorralaba, lo enceguecía, lo aturdía y le ardía en la piel y en el aire como un enjambre de abejas meleras.
Cada vez que oía pasos, se asomaba al huequito de la puerta. Instaló en el antepecho del balcón un periscopio horizontal plegadizo de fabricación propia. Sobornó al jefe de la sección ministerial donde trabajaba el otro, para mandarlo lejos por unos días. Dañó la cerradura de la puerta de la vecina el día de hacer mercado, y luego salió al pasillo simulando un azar feliz y se ofreció para buscar al cerrajero. Como habrá previsto el lector, copió las llaves.
Ingresó en el apartamento a medianoche. Llevaba un pañuelo y cloroformo. Iba descalzo, vestidos los pies con gruesas medias de algodón que apagaban el sonido de sus pisadas. Se asomó con cautela a una habitación tras otra. La primera era un gimnasio. La segunda, una biblioteca con sofá-cama para los visitantes. La tercera estaba vacía. La última tendría que ser la de su tormento.
Entreabrió la puerta. Temió por un instante que ella durmiera con los ojos abiertos, y tener que quedarse allí de pie, sin saber si lo veía, escuchando el hondo sonido de su corazón delator. Por suerte no se trataba en este caso de una casa vieja, sino de un apartamento relumbrante durante el día, con puertas nuevas y bisagras bien aceitadas. Entró. Miró la cama; estaba vacía. No comprendió. Decidió esperar.
Media hora más tarde oyó abrirse la puerta exterior. Aguzó el oído. Oyó pasos que se dirigían hacia él. Se ocultó entre la puerta y el armario. Asió con fuerza el pañuelo empapado en cloroformo. La mujer se tendió en la cama. Tras ella entró el vecino del piso dos.

El hombre que se volvía gris y nadie lo notaba

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Este no es un cuento de aventuras. No trata del día aciago en que un hombre descubre un bordecillo gris, a un costado del meñique izquierdo; no cuenta el horror de la invasión silenciosa, el recurso al guante de cuero que oculta, el pelo que se deja crecer. Es más bien una historia de confort y conveniencias. Porque a este hombre del que escribo le iba de lo mejor, tenía un carro resplandeciente, se tomaba una copita de vino tinto con la cena y luego un escocés para matar la tensión del día. Visitaba de cuando en cuando a sus parientes políticos –no mentiré diciendo que lo disfrutaba-, y también los recibía en casa.
Ya casado y esperando el primer hijo –tuvo en total tres-, arrellanado en la poltrona de cuero uruguayo, con el trago en la mesita a la derecha y el brazo izquierdo colgando distraído, su piel (aclaro: toda la piel, incluso la parte de adentro de los párpados y la que cubren las uñas) adquirió por un instante un remoto color gris plomo. Alguien inclinado a las creencias ultraterrenas diría que se trataba de un resplandor místico, como el de las estampas de Krishna y Shiva; pero no, el tono era mate, como el del panqué que usan las mujeres de base para el maquillaje.
Como era de esperarse, el hombre no notó el cambio; tan leve y pasajero fue. Pero a partir de entonces, cuando sonreía al encender el aparato de televisión, cuando tintineaban las llaves del apartamento de soltero en el bolsillo, cuando la luz del atardecer se filtraba por las cortinas verticales, incidía en el cuadro abstracto y resbalaba sobre la piedra roja del anillo, cuando se quitaba los zapatos de suela, cuando emitía esa risita que sonaba “ju-ju-ju” ante un chiste del suegro o del cuñado y no esa risa vieja y ya casi ajena que enseñaba las muelas, entonces su piel adquiría de nuevo aquel tono gris que da título a este cuento.
Luego hubo un período de intermitencia y más tarde uno de un cambio casi permanente que -de nuevo- nadie notaba. A veces, viendo la habitual revista de papel glaseado, el tono se acentuaba y cobraba un reflejo azul tornasol. En cambio, durante una fiesta familiar (su mujer empujaba el cochecito del segundo hijo), mirando las fotos del viaje de sus suegros al extranjero, la piel se le puso de un gris pardo, que si no hubiera sido gris habría sido del color de un gato siamés.
Pero el tono más cercano al plomo verdadero -y que si alguien lo hubiera notado habría sentido alarma y tal vez consternación, pero no hubo cómo-, es el que adquirió la piel del hombre cuando, postrado en la habitación de la clínica, tuvo el segundo paro respiratorio. Levantó los brazos un poco, para llamar al nieto, pero no le salió ninguna palabra. No sé si ese silencio se debió a que por primera vez notara el cambio; poniéndome en su lugar, no me cuesta imaginarme en ese momento, fijándome con estupor en algo tan frívolo como el color de las manos. El caso es que se quedó tieso con los brazos en alto.

Un último pormenor: tendido el hombre en la cama de acero inoxidable, el médico forense, llegando con el pote de maquillaje, lo miró y le dijo al ayudante: “¿no has notado que los muertos tienen un color como grisáceo?”. “A veces”, respondió el otro.

Una vida en pareja

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Querían y lo hicieron. Ella quería y lo hicieron. Él quería y lo hicieron. Ella no quería, y lo hicieron. Él no quería, y lo hicieron. Hubieran querido, pero no lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron. No lo hicieron.

El mismo dedo índice derecho del cuento anterior

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Ahora la mano reposa en la mesa, inmóvil sobre su canto exterior. El dedo índice derecho ha adoptado su posición natural, distendido aunque algo doblado hacia adentro, señalando la frente de la mujer e imposibilitado de hacer contacto con la mesa o ninguna superficie, como no fuera la del vaso de vidrio lleno a medias de ginebra. Pero para llegar a éste, la cabeza tendría que levantarse, apartarse de la mesa, abrir los ojos, ordenar al brazo derecho que se mueva un poco al frente, ordenar a la mano que vuelva en sí, a los dedos que se aferren al cristal ya casi a temperatura ambiente, que es como decir no más de quince grados, pues ya son las tres de la madrugada.
Pero eso no ocurrirá, porque el mensaje en clave Morse que escribió el dedo unas horas antes era la repetición indefinida, monocorde, de la pregunta: ¿qué importa? Y el comienzo del mensaje nunca fue escrito, pues cuando podía haberlo hecho, el dedo estaba con los otros asiendo el vaso lleno y frío. Así que no se puede saber qué es lo que no importaba. Tal vez ni siquiera la propia mujer lo sabe, porque el mensaje era de un dedo índice autónomo, un mensaje formulado a despecho de cuanto ella pudiera pensar, si es que entonces en realidad pensaba.
Y cuando el dedo comenzó a escribir su señal, la mano izquierda aferró el vaso que de forma periódica alguien llenaba, a intervalos de veinte minutos al principio y cinco al final. Y en el intermedio la cabeza se apoyaba en la mano izquierda y oscilaba -como ya se dijo en el otro cuento.
De pronto resbaló, giró en el aire producto de la inercia y cayó en arco, de frente, hasta que la ceja derecha se hincó en la madera a unos centímetros del borde y sirvió de bisagra para que la cabeza oscilara no más de ocho grados. Luego la nariz se dobló un poco abajo y a la izquierda al contacto con la madera, para detener ese movimiento corporal, ya no voluntario –como el del índice al comienzo de la noche entre la primera y la octava ginebra seca-, pero sí al menos autónomo –diferente por cierto al de mañana por la mañana cuando alguien venga a mover el cuerpo.

Fragmento de un texto en clave Morse.

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a Joana Cadenas

En su movimiento oscilatorio, el dedo índice derecho de la mujer, por el contacto con la mesa de madera hace un sonido periódico, apenas audible:
“...toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc – toc – toctoc...”

De cuando en cuando la cabeza, apoyada sobre la palma de la mano izquierda también oscila, pero no hace ningún sonido.

Variaciones prosaicas sobre un tema fantástico

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Cuando despertó, el reloj ya no estaba allí.
Cuando despertó, el deseo ya no estaba allí.
Cuando despertó, el gramo ya no estaba allí.
Cuando despertó, la esposa ya no estaba allí.

Díptico

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1.|| Se llama cola de mono. Mide unos 35 centímetros. Su sección decrece de forma gradual, de un centímetro en el punto donde se empotra a la rama del árbol, hasta el muñón terminal, que tendrá no más de tres milímetros. Está formada por pequeñas hojas rígidas, parecidas a colmillos, y fijadas por su extremo más grueso al eje central de la cola. La base de cada colmillo tiene forma de rombo, y su sección transversal mide un tercio de la circunferencia del eje central de la cola, en el punto respectivo. Cada eslabón de la cola, por tanto, está formado por tres dientes. En el espacio definido por los bordes de cada rombo cabe otro rombo. Así, la cola crece como una cadena de triángulos alternados.
En términos macroscópicos, está formada por seis espirales de dientes vegetales. Es de color verde oliva, aunque algunas de las hojas, sobre todo en las cercanías de la base, adquieren un color marrón, producto del mal clima de ciertas temporadas. El tiempo aproximado de crecimiento de esta cola es doce años. A causa de la posición de los dientes, inclinados 45 grados respecto del eje central, si se la acaricia en un sentido se puede sentir su suave firmeza. Si se la acaricia en otro sentido, parece que muerde.
2.|| Prescindo de una descripción física. Como sumario diré: un metro sesenta y cinco, aspecto frágil, ojos felinos, dientes parejos, cabello rojizo. Crece en la misma habitación que su madre. Sabe fingirse dormida. Su edad aproximada es doce años. Está sujeta a acuerdos entre la madre y, digamos, un padre adoptivo. En virtud de los mismos, su lugar natural es el asiento del copiloto. Los documentos pueden esperar, se dice en estos casos, y se agrega aquí tiene la ayudita. En camino ya, el hombre acaricia su cabeza de forma paternal. Ella mira las rayas blancas que pasan. Cabe la posibilidad de que si más tarde la acaricia en otro sentido, ella lo muerda.

Treinta fichas

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Poco importa si lo que quería era baladí o vital. El caso es que lo quería ya. Calculando, faltarían unas treinta fichas. Así que se subió un poco la falda –ya de por sí corta, se sentó junto al hombre y pidió un trago. Parecía solvente; también fuera de lugar, con ese traje, cuando allí sólo iban hombres en manga de camisa. Además, mientras el cliente habitual acababa dormido sobre la mesa, éste era comedido. Tal vez por eso no pudo engañarlo y deshacerse de los tragos, como solía. Tuvo que tomárselos.
En cierto momento sintió hambre. Salió al frente. Pidió un perro caliente. Hizo un comentario que nadie comprendió. Al hablar soltó el bocado que estaba masticando. Le pidió al vendedor que pusiera más queso rallado. El vendedor le dijo en tono de chanza que estaba muy tomada. Ella dijo: No bebo para prenderme, sino para volverme mierda. Luego se fue con el hombre.
Despertó en el borde del canal, junto a la avenida. Le dolían la cabeza y la espalda. Tenía rota la boca. No veía por el ojo izquierdo. No encontró las fichas.

Mientras suena una suite de Bach

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Escrúpulos de narrador: no falsear los hechos, cuidar los adverbios modales, evitar los recursos cinematográficos. ¡Al diablo! Qué importa que la suite no sonara mientras ocurrían los hechos, sino mientras los escribo. Si ella no tuvo escrúpulos, ¿por qué he de tenerlos yo? El punto es lograr un buen efecto dramático, y qué mejor recurso que un fondo musical reposado y melancólico con que aderezar la secuencia.
Si se tratara de un filme tendría que ajustar la banda sonora a la acción, pero en este caso puedo conformarme con dejar la pregunta en el aire: ¿hacerlo le habrá tomado tanto tiempo como el que dura la suite? Mirarlo, cinco segundos. Taparle la cara con la almohada, dos minutos. Sacarlo de la cuna, un minuto. Abrir su vientre y vaciarlo de tripas, cinco minutos. Llenarlo con bolsitas de cocaína, dos minutos. Coserlo, diez minutos.
Dejo a la imaginación del lector los pormenores del trayecto al aeropuerto, el control de inmigración, el arribo, el desenfreno de los festines: escribir un cuento como éste lleva tiempo y la suite se está terminando.

La memoriosa

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Discernía continuamente los avances de la corrupción, de las caries, de la fatiga. Tarde en la madrugada, tendida de espaldas al hombre en el catre que compartían, mirando el muro, le dijo ya sin rencor: te lo he dicho setecientas cincuenta y cuatro veces, pero nada; tú nunca vas a cambiar.