Hermann Mejia

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Buscando por aquí y por allá me topé con el trabajo de un pintor e ilustrador venezolano que vive en Nueva York. Se trata de Hermann Mejia. Su trabajo es sorprendente. Vean este retrato de Wilhelm Defoe y el video de cómo lo realizó.


Willem Dafoe Portrait from Hermann Mejia on Vimeo.



Qué tal esta estampa del Inca Valero. Reproduzco la reflexión del propio Mejia acerca de los motivos que tuvo para hacer el cuadro:


El 18 de abril el campeón de los pesos ligeros “El Inca” Valero asesina a su esposa en un hotel, suicidándose al día siguiente en la celda donde permanecía detenido.
La prensa habla del hecho; todo es tragedia al rededor del campeón quien en un segundo pasó de la gloria a la desgracia. El éxito repentino, las drogas, una placa en el cráneo, las fallas del sistema que dejó pasar por alto las repetidas muestras de violencia intrafamiliar del campeón, son parte de las causas atribuidas a la tragedia que arropó al púgil.
Se suicida El Inca, muere un ídolo, nace una leyenda, el pueblo lo llora y marcha en procesión a su entierro; cientos de personas rinden tributo a el héroe de Merida enterrado al lado de “su mujer”, el féretro se desborda en ofrendas. Su partida deja un gran vacío en el deporte nacional y empaña, bla, bla, bla...
¿Y su esposa? De ella tan solo una fotito, la misma fotito las pocas veces que se le ve en la prensa; allí, sonriente, de un ladito, con el campeón. Ella, una anónima que adorna una esquina de la foto, que condimenta la tragedia de él. Parece que se llamaba Jennifer, parece que a no muchos le importa.



Picture of the moon

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La historia es muy conocida. Dos reyes juegan al ajedrez mientras sus ejércitos combaten allá lejos en la explanada. Cada tanto llegan emisarios con partes de la batalla. De pronto se comprende que las incidencias en el campo siguen a las del tablero. Cae la tarde. Uno de los jugadores, acosado por el enemigo, derriba su rey – se da por vencido. En ese momento llega un jinete malherido y le anuncia: “tu ejército huye; perdiste el reino”.
Magnífica, aunque bien vista poco difiere del habitual cuento de aparecidos, con sus juegos de simetría – si el fragor distante de la batalla resuena en la recámara donde juegan, ¿por qué no ha de resonar el juego a su vez en el campo? El decorado que sitúa al lector de lleno en un mundo otro, de torres remotas y tableros de marfil y travertino, cumple el mismo rol que la alta noche en Florentino y El Diablo. La irrupción dramática del jinete que llega justo ahora anuncia la venida de lo otro, como lo hace el silbido de El Silbón. Narrar poco tiene que ver con la verdad o con el bien y mucho con el placer de pasear un rato por dominios ajenos, como cuando damos una vuelta a media noche por ahí, dejando que el carro ruede solo, a donde la calle lo lleve. Es un hedonismo, que más placer depara cuanto más convincente sea su engaño. Así funciona el cuento de los reyes: la mecánica de sus ardides – sincronía, simetría, exotismo- no son su ornamento, sino su andamiaje y su respiración. Despojado el cuento de su fasto y sus artimañas ¿tanto encantaría?
Esta pregunta me ronda hace días, desde que me propuse poner en el papel un episodio que me ocurrió hace tiempo, que me asombró y ni sé si asombre a quien lo lea, porque es un evento de lo más anodino que podría pasarle a cualquiera, pero que todavía me perturba porque aunque carece del condimento de lo exótico, la inusual coincidencia sobre la que se construye su historia fue para mi como una rendija que por un instante me dejó vislumbrar lo otro. Lo expongo a continuación y le doy por título “Picture of the moon”, no porque con un raro nombre me sea más fácil engatusar al lector, sino porque así se llama una canción que se me quedó pegada, como a cualquiera se le queda pegada una canción por días y días y el episodio que quiero contar es justamente lo que pasó entonces.
Picture of the moon
Ante todo debo declarar que yo no hablo inglés. Cuando opté a un postgrado me exigieron leer un texto de M. A. K. Halliday y responder algunas preguntas en español acerca del mismo, lo que hice satisfactoriamente; es lo que llaman un uso instrumental de la lengua extranjera. Pero hablar inglés en el sentido de lidiar con alguien en ese idioma o – lo que más quisiera- entender las canciones que me gustan no más oyéndolas, eso no puedo hacerlo. Me resulta molesto porque debo estar buscando la letra y apelar al diccionario, con todo lo que eso implica. Yo sé muy bien que una cosa es leer una letra y hasta traducirla y otra muy distinta es entender su sentido como lo entiende un hablante nativo. En esto hay casos de casos. Hello Goodbye, de The Beatles es muy fácil de entender, pero imposible de traducir, con su juego de aliteraciones que es como de palabras en caleidoscopio. En cambio una canción de Pearl Jam, Yellow Ledbetter, es indescifrable desde el título, no sé si por su dialecto o por su poética de delirio obsesivo que vuelve y vuelve sobre un asunto baladí: un paquete amarillo del que no se sabe si es un sobre o una caja.
Pues ocurrió que una tarde afortunada conseguí en internet y logré descargar una antología de los 100 mejores solos de guitarra (de rock, pero yo le habría sumado con gusto más de un valse venezolano). La colección es una maravilla: Comfortably Numb, Highway Star, que siempre oí en la versión del concierto en Japón y no sé si exista una de estudio, Paranoid Android de Radiohead –sobrecogedora, varias de Clapton y de Led Zeppelin (eché en falta Babe I’m Gonna Leave You, aunque a decir verdad su fuerte no es la guitarra, sino la voz). Están también Yellow Ledbetter, que ya nombré y Won’t get fooled again de The Who, que con franqueza no entiendo cómo la pueden considerar una canción conservadora si es la pura revuelta en el sentido que le daba Camus y hasta extrañamente una de Bon Jovi - que me parece un rolo de mediocre. La lista incluye además Blue Sky de Allman Brothers Band, que es todo lo dulce que puede ser una canción, dos o tres de B.B. King, You shook me all night long, de ACDC, que me recuerda a mi amigo y colega Pablo Ruiz porque la alternábamos con Héctor Lavoe a todo volumen cuando hacíamos maquetas en el tercer semestre de arquitectura, a media noche, y Sultans of Swing, de Dire Straits, que tenía el cupo seguro y yo hubiera puesto de primera, incluso por delante de Lucille y de Stairways to heaven.
Muchas de las piezas eran nuevas para mí, como Texas Flood, de Stevie Ray Vaughan, Floods, de Pantera, y Reeling in the years, de Steely Dan, todas de muy distinta apuesta estética, pero compuestas e interpretadas con virtuosismo y sobre todo animadas por el duende del que habla García Lorca. Entre esas se cuenta un blues que me encantó desde la primera oída y que comencé a escuchar de forma obsesiva. Se trata por supuesto de Picture of the Moon, de Gary Moore, pues como habrá imaginado el lector, todo este cuento de los 100 solos de guitarra, sólo podía estar aquí para anunciar el centro de todo el episodio: la puerta a lo otro, y aquí no hablo como el narrador que emplea los conocidos dispositivos del suspenso, sino como el lector atento que trata de entender esos dispositivos sin escamotearlos. El caso es que la canción se me pegó. La tarareaba todo el tiempo sin imaginar lo que decía la letra – aparte claro está de la frase Picture of the moon que cierra el estribillo.
Por esos días conocí a una mujer. Tenía como 24 años, rostro insignificante y conversación promedio. Su verdadero atractivo era que estaba ahí pendiente – y yo siempre he sido fácil. Por su charla supe que había tenido algún inconveniente con su novio o marido y el caso es que salí con ella y no sé qué pasó ni cómo pero ahí mismo nos acostamos y estuvo bien, aunque raro o tal vez por lo raro es que estuvo bien. Yo no sé si sentí que ella me usó o qué le había pasado por la cabeza; no sé ni siquiera si en realidad le pasó algo por la cabeza. Pero ya a la mañana siguiente con todo lo bueno o raro que había sido me despedí con la idea de que eso acabaría ahí, y no por desagrado sino porque cada episodio tiene su propia forma de ser y yo opté por aceptar que éste había sido así y ya.
Pero pasé el día como en un estado de ensoñación. Andaba como incómodo o no sé cuál es la palabra. Yo no estaba en mis cabales - lo que queda demostrado porque a la mañana siguiente desperté acostado junto a ella y ni recuerdo cómo fue que nos volvimos a encontrar ni qué hicimos todo ese tiempo. El único recuerdo que tengo es que ese día en casa puse la canción incontables veces y luego en la calle iba tarareándola o silbándola sin parar.
Así pasó una semana. Me la llevé para mi casa una vez. Otra noche fuimos a comer comida china con picante y se nos apareció una amiga de ella, enclenque como una vietnamita y que al final terminó durmiendo con nosotros en un hotel, no sé si en la misma cama.
Una noche habló conmigo. Me dijo lo que se dice en esos casos: todo fue muy bonito, eres especial, inteligente, guapo. Naturalmente yo le creí, pues sabía que era mejor que todo quedara así de bien. A fin de cuentas ella lo que había encontrado en mí era alguien con quien acostarse y conversar de cualquier cosa para no desgastarse pensando en el novio o marido y en la desavenencia que arrastraban.
Así que me levanto medio trasnochado esta vez sabiendo que ahora sí se había acabado. Tomo el primer metro, llego a casa, duermo un rato tirado en cama con la ropa puesta y al despertar, como a las once, ya estoy otra vez con la canción pegada, con esa tonada triste y melancólica que me perseguía por dentro, como una promesa incumplida. Yo no llegaba a estar así, o sí lo estaba, pero no sabría decir si estaba triste por la ruptura o por la canción. Y aquí sí llega lo extraño, lo que no me deja relegar al olvido a una mujer que nunca quise ni me gustó de verdad, y lo que por fin me sacó de la cabeza la canción al punto que ya no la oí de nuevo. Y digo que aquí es donde se abre la rendija de lo extraño, porque esa mañana al levantarme, todavía tarareando Picture of the moon, monté agua a hervir para un café, revolví en la nevera a ver qué comía, encendí la computadora, abrí la internet y busqué la letra. Y fue el estupor. Era mi propio jinete malherido que venía a mi presencia anunciando lo otro como cuando se falla un juicio. Era el estupor de entender un coro que me había perseguido todos esos días, esperando, anhelando ser traducido y entendido. Era un coro que decía:

If only I had known
That it would end so soon.
I was left with a picture of the moon.

Zapatos de marca, políticas de marca

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Tengo a mano el libro “100 ideas que cambiaron el mundo”, (El Nacional, 2006). Pura jalea de mango. Pocas veces me he reído tanto como con esta apología a la obscenidad y desfachatez del capitalismo. Por su formato breve y práctico, este libro es el manual definitivo para el maleante encumbrado de cuello blanco. Allí el lector puede aprender cómo crear una moderna plantación esclavista (maquila), robar información al público para venderla a empresas de mercadeo (estudios de cesta de mercado) o sacar a la calle productos defectuosos e irreparables para venderlos una y otra vez a los incautos (depreciación programada). Entre estas cien joyas, mi preferida, casi tan irritante como un segmento de TV con Albani Losada, es la explicación del branding, palabra que por fortuna no tiene traducción española. Concisamente, es la técnica que convierte la imbecilidad humana en millones de una cuenta corriente. El branding crea y enaltece un símbolo fatuo –la marca- y le asocia sentidos de belleza, bien o verdad. Gracias al branding una tarjeta de crédito es respeto, una marca de jamón resume identidad y un dibujito al costado de un zapato significa que el zapato sirve.

La forma de branding más ramplona que conozco –me mata de la risa- se oye en el carrito por puesto. Un locutor sentencia: “Conection Diyei. Aniquilando el panorama… MU-SI-CAL”, o cualquier otra banalidad y yo me pregunto en mi desdicha si esa retórica puede convencer a alguien. Supongo que sí; total, también hay quien se deslumbra con Daddy Yankee en la Guerra de los Sexos.

Una marca, cuanto más vacía, mejor. Es el mono de la baraja: vale por no significar nada. Gracias a su nulidad, se adapta mejor a la variedad y al cambio. Por eso puede vender lo que sea. Nadie creería que Paris Hilton sea capaz de crear un perfume y, ya lo ves, ahí está en el aparador con su nombre, bien bonito para que caigas, lector. Poco tienen en común las tecnologías para fabricar caretas de catcher, pelotas de fútbol y franelas de poliéster, pero el mismo dibujito pendejo sirve por igual y las ampara a todas ellas. Es la marca la que vende el producto y no al revés: no nos detenemos a ver si la careta está bien hecha; no examinamos la franela, sus costuras, su tela; no comprobamos el rebote del balón. Pues sea cual sea el producto, el dibujito es su garante y su verdad. Argumentum ad hominem: el producto vale por quien lo firma, no por lo que es.

Padecemos una enfermedad del lenguaje. Cuando el paro del 2002 yo trabajaba en una oficina en Concresa. Me obligaban a escuchar por el hilo musical a Marta Colomina con Penzini Fleury. A veces se sumaba Patricia Poleo. Fueron días infames. Una tarde la prófuga informa que Urdaneta Hernández, entonces director de la Disip, estaba construyendo una quinta de cinco millones de dólares en La Lagunita y que Aristóbulo Istúriz poseía un yate “tan grande que no cabe en el puerto de La Guaira”. Ésta se metió por lo menos tres líneas, diagnostiqué. Pero cuál no sería mi desconcierto y desolación cuando meses más tarde Urdaneta salta la talanquera y el diario Vea publica el cuento de la mansión. ¿Será que Aristóbulo tiene el yate?, me pregunté al momento.

Un zapato es bueno porque es de marca. Un dato es cierto si lo dice Poleo, o Vea, según sea el usuario. Zapatos de marca, verdades de marca. Por no hablar de políticas de marca. Mi primo Héctor Gouverneur tiene tiempo planteando que podría instalarse un sistema de trolebuses en Caracas. Ha recopilado innumerables fotos de los que sirven en las ciudades de Europa. Argumenta que la infraestructura necesaria cuesta una fracción de la del metro, para empezar porque no requiere túneles, que tiene un bajo consumo eléctrico, que no necesita estaciones, sino meras paradas, que su trazado se puede ensanchar para incorporar ciclovías y muchas otras razones. Me parece un planteamiento inteligente y factible. Por eso quedé atónito cuando hace poco, un conocido me dijo “eso no sirve aquí porque es parte estructural del sistema capitalista; no hay que importar soluciones” y remató, con sapiencia, “inventamos o erramos”.

Las marcas medran porque es muy cómodo entender el mundo a través del argumentum ad hominem. Es una enfermedad del lenguaje que nos llena de equívocos y, no debería sorprender, beneficia a unos pocos. Por eso, cuando en el centro comercial veo un anuncio de Nike me asalta una sensación de fraude e indignación tan poderosa que desde hace mucho sueño con pegarle candela a todas esas tiendas. No es asunto de entrar en los detalles de mi plan: el censo de tiendas deportivas, el cálculo del TNT, la red de walki-talkies que por un lado reciben la orden y por el otro la rebotan al siguiente más cercano y luego detonan la carga en cada tienda. Llegué a estimar que con este método suprimiría todas las tiendas de Nike de Caracas en un lapso de diez minutos.

Deslumbrado por la magnificencia de mi plan, me dejaba tentar a veces por ansias de grandeza y pensaba a menudo en un ataque a escala global, espectacular. Con labia y discreción recluté un ejército, pequeño pero convencido; unos cuantos hombres valerosos, dignos ejemplos de entrega a un fin superior. Pero nos faltan recursos y logística y con el tiempo aparecen nuevas y nuevas marcas y la solución se aleja. Habría que dar un golpe irreversible contra todas las marcas de todo; un solo atentado con C4 contra todos los centros comerciales del planeta, lo que no es mala idea, salvo por el problema de qué hacer con los desempleados que quedarían y que medio resuelven con las miserias de sueldo que levantan allí.

Por eso ahora, con modestia, y a riesgo de ser expulsado de las filas de mi propio ejército, propongo lisamente una política en dos fases. Primera, liberar de tasas la producción de esa clase de artículos que se afincan en el branding (deportivos, ropa, etc.), pero a condición de que ninguno de sus productos muestre exteriormente logotipos ni nombres de marcas. Que vengan si quieren con sus divisas a montar su infraestructura y tecnología, que aquí obtendrán beneficios. Que se instale un tejido industrial local, que mejoremos nuestra balanza comercial y dejemos atrás nuestra dependencia de las importaciones, pero sobre todo que la gente empiece a evaluar los productos que compra por su calidad intrínseca y no porque una cara bonita lo anuncia en televisión. Liquidar el argumentum ad hominem de las marcas inclinaría a la población a examinar las cosas por su valor propio, a cuestionar las patrañas que inventan los medios, a tomar el poder en sus manos, bajo las premisas de su propio criterio, a formular proyectos sobre la base de su entendimiento del mundo real y no sobre los argumentos de autoridad con que los farsantes disfrazados del color de turno intentan imponerles sus propias agendas. Liquidar las marcas es un paso crucial en la construcción del poder popular.

Segunda fase –aquí entre nos- cuando los trabajadores de esas plantas tengan un pleno dominio de los procesos productivos (eso que en el panfleto de las cien ideas describen como el know how), cuando los administradores de la empresa hayan hecho una buena contabilidad de costos, cuando los ingenieros entiendan a fondo el funcionamiento de su maquinaria, entonces promovemos la toma de esas plantas, y que sean del colectivo.

La vejez me gana. Echo de menos a mi abuela y a mi padre. A ellos debo mi sentido de la estética y la razón, y no dudo de que se hubieran enorgullecido de mis planes primeros, tan excelentes y magníficos. Pero la vejez me gana y a medida que pasa el tiempo le pierdo el gusto a lo espectacular y me enamoro de lo razonable. Como con las mujeres. Hace rato que pasé la edad de la muerte de Aquiles, y me acerco rápido a la de John Lennon. Los afanes de gloria y escándalo remiten, pero sea proponiendo proyectos, incendiando tiendas o escondiéndome en la ficción, no renuncio a dar muerte a las marcas.

P.S. Aristóbulo: de pana no creo que tengas el yate.

Bajo conteo seminal

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Acabo de conocer el nuevo funicular que sirve a los cerros de San Agustín. Bonito, organizado, compacto. Enaltece a quienes lo usan, esos que antes esperaban media o una hora de pie en la cola del jeep y después se echaban sus buenos siete pisos de escalera, peaje incluido. Como una diosa que una vez conocí. Obvio intimidades, pero el cuento estaría incompleto si no recuerdo que, tendido junto a ella, descubrí una fea cicatriz que tiene a un costado, junto a la ingle. La acaricio. La diosa, que todas se las sabe, se adelanta y explica "Unos chamos entraron armados a una fiesta por mi casa. Estábamos en la terraza. Todos nos fuimos para atrás y el murito cedió. Nos despeñamos como seis, hasta el techo de abajo. Un pedazo de bloque me cayó ahí." Y no hizo falta hablar de sus manos y de esas piernas que parecían delfines, pues yo ya lo sabía, esa fibra no se había depurado a punta de spinning con changa a todo volumen, sino subiendo a casa todas las tardes el tobo de agua -mil kilos el metro cúbico, para el que no lo sepa.

Tenía tiempo con ganas de conocer este teleférico, así que anoche, entrando a la estación de Parque Central, en lugar de bajar al andén para ir a casa, pregunté por la taquilla del Metrocable. Me dijeron que no había tal, que es gratis. Y dije para dentro de mi "pero esta gente al fin está entendiendo el asunto", lástima que cuando pedí la aclaración "¿gratis, gratis?" el funcionario respondió "mientras ponen los torniquetes", lo cual demuestra el bajo conteo seminal que esconden ciertas decisiones. Ahí me dije, no vale, esto hay que ponerlo en negro, porque cómo puede ser que todavía nadie se haya dado cuenta de que el metro y, si me apuran, todo el transporte público, debe y puede ser gratis. Y no para congraciarse con el electorado, sino porque así sería mejor y más eficiente.

Digamos, sólo el metro. Según un comunicado de CAMETRO (http://www.aporrea.org/actualidad/n128121.html), los trenes transportan 1.200.000 pasajeros al día, tanto como 1.080.000 bolívares, calculados a razón de dos pasajes por persona. Esos ingresos pueden provenir de la venta de boletos, como se hace ahora, pero ese método tiene muchos inconvenientes y costos: la basura que supone casi dos millones y medio de tickets, salarios para el personal que vende, mantenimiento de las máquinas expendedoras y de los torniquetes, actualización tecnológica y, sobre todo, pérdida de tiempo de la gente haciendo cola. Pero hay otras formas de reunir esa plata; por ejemplo, un impuesto a la venta de bebidas alcohólicas o un impuesto a las transacciones bancariasm, ambas técnicamente factibles. Para empezar porque a fin de cuentas los ingresos del metro pertenecen a su propietario último, que es el Estado, así que poco importa si su manutención se sustenta en el pago directo de los usuarios, o de una asignación emitida por las arcas de Finanzas. Además, porque cualquiera de estas tasas se recabaría de manera informatizada, con tan sólo una sencilla programación de las cajas registradoras de todo expendio, lo que se ha hecho ya varias veces, como cuando se ha cambiado el IVA. Finalmente, por razones políticas. Los venezolanos consumimos ingentes cantidades de alcohol, pero no todos tomamos del mismo. Hay mucha gente que toma anís o caña clara, lo más barato que hay. Pero también somos el mayor consumidor de whisky per capita del mundo; y no sólo de cualquier whisky, sino del más costoso, ése que con su jerga repelente los mercaderes llaman super premium. Un litro de whisky debe valer como 20 veces más que uno de Carta Roja, así que sea cual sea el porcentaje de impuesto que se estime, los consumidores de whisky aportarán a las arcas del metro 20 veces más que el de Carta Roja. Razones parecidas se pueden aplicar a un impuesto a las transacciones bancarias.

Esto es lo que llaman un subsidio directo, me parece, y se inspira en el principio de que quien más tiene, que aporte más. La realidad exige acciones a la medida de los problemas, y que conste, ni siquiera he tocado las ventajas políticas que se sacarían de una decisión como ésta: considera, lector, el saldo de mostrar al mundo que en Venezuela el transporte es gratis. Cuando menos Michael Moore gozaría un puyero grabando un documental al respecto.

Me resulta tan eficaz y radical esta solución que me he visto obligado a pensar que la única razón por la que no se ha implantado es porque nuestros ministros, gerentes y planificadores, no se atreven o no la ven. Y yo en el centro de mí, despierto y me digo a mi mismo que si no se tiene el poder para hacer algo tan sencillo, qué puede decirse de ambiciones sustanciales como mudar la capital a Calabozo o impulsar zonas especiales de desarrollo. Pareciera así que nuestra gestión pública tiene los mejores deseos, pero, visto el bajo conteo seminal de su acción real, sólo cabe decir, como dicen en el Guárico, deseo no empreña.

No acudas a linimento

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No acudas a linimento,
alcanfor, miel o saliva,
que atenúen el momento
de más ardor. No se esquiva
con ardid, ni se deriva
esa quema: se convierte
en su contrario. Divierte
el placer así obtenido
por el sendero invertido:
más vida cuanto más muerte

S. Sarduy

Un amor más allá del amor

19:54 0 Comments



Un amor más allá del amor,
por encima del rito del vínculo,
más allá del juego siniestro
de la soledad y de la compañía.
Un amor que no necesite regreso,
pero tampoco partida.
Un amor no sometido
a los fogonazos de ir y de volver,
de estar despiertos o dormidos,
de llamar o callar.
Un amor para estar juntos
o para no estarlo
pero también para todas las posiciones
intermedias.
Un amor como abrir los ojos.
Y quizá también como cerrarlos.

R. Juarroz

La cabeza del perro

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Estoy arrellanado en el sillón junto a la chimenea en que crepita el fuego. Tengo la copa de coñac en la mano derecha. Con la mano izquierda, caída descuidadamente, acaricio la cabeza de mi perro... hasta que descubro que no tengo perro.

A. Conan Doyle