Le respondí: todo acaba siendo un juego de palabras. Todo. La construcción misma del local, los cuatro hombres que bebían, la mesonera, la barrica con su olor mate, rústico como el patio de esta casa donde aprendí el gusto por los dulces y el picante, casa redonda y luminosa, metáfora del mundo, mapa de mí, barro seco erosionándose regresando a mi vida al cabo de los siglos, traído por el viento.
Sentado junto al patio vislumbré en mi infancia mi oficio de cantinero. Con el tiempo, fui acondicionando el local: una lámpara que compré a un artesano del desierto, las mesas de roble y puy-puy, los vasos con grabados de signos zodiacales, la bodega.
Los hombres vienen, cuentan sus historias, llaman a la mesonera, dejan la propina, pasan a la trastienda, y la vida se lleva así, sin problemas.
El hombre había entrado, se había acodado en la barra. Me preguntó por una casa con un árbol de cuatro ramas. Insistí: todo acaba siendo un juego de palabras. Me dijo que él no se dejaba quitar las mujeres así nada más. No sabía –y yo nunca le habría dicho- que desde hacía muchos años ella trabajaba en el bar; que no existía ningún árbol de cuatro ramas, y que cuatro eran los hombres rudos –los cuatro bastos- que al levantarse de la mesa irían a darle muerte.
cuatro de bastos
20:42
Etiquetas:
cuento
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
0 comentarios:
Publicar un comentario